sábado, 17 de septiembre de 2011

El abrazo del indigente

Era un caluroso domingo de agosto, al mediodía. El sol caía sin piedad en el patio de la parroquia. La gente entraba en el templo para asistir a la celebración de la misa dominical. De pronto, el mendigo sentado a la puerta de entrada al recinto se levantó ágil y se dirigió a mí. Con las pocas fuerzas que le quedaban, después de trasnochar y vagar de un lugar a otro, se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo.
No sé cómo su frágil cuerpo y sus brazos escuálidos podían aferrarme con tanta fuerza. Yo le hice un gesto enérgico, indicándole que me dejara, porque tenía que irme, pero cuanto más me oponía, más me estrechaba él. Con su aspecto desaliñado, la piel curtida por el sol, la ropa sucia y su olor irrespirable, no me soltaba.
Y me dije a mí mismo: tranquilo. La reacción más natural hubiera sido enfrentarme a él y sacármelo de encima. Pero cuando le miré, con aquellos ojos perdidos, me di cuenta de que sólo quería sujetarse. Tal vez estaba quemado por el sol, pero tenía el alma fría, y buscaba calor humano.
Sostenía entre mis brazos a un hombre roto, hecho pedazos, que caminaba hacia el abismo. El alcohol, la droga y la soledad lo habían quebrado de arriba abajo. Aquel cuerpo depauperado escondía un alma sin relaciones, sin calor, sin vida, sin horizontes, y un terrible futuro vagando por las calles de la ciudad: de la soledad al rechazo y a la muerte.  El hedor que desprendía no sólo era desagradable: olía a tragedia, a vida que se desliza hacia un pozo profundo, a impotencia.

El rostro sufriente de Cristo

Aquella noche me costó conciliar el sueño. Tuve entre brazos a un hombre que lo había perdido todo. Su respiración jadeante expresaba una vida frágil, suspendida de un hilo a punto de romperse. Pero en ese hilo todavía alentaba un incansable afán de supervivencia. Esos cinco minutos que me parecieron interminables noté que él no me miraba, ni fijaba la vista en nadie. En realidad, sus ojos estaban clavados en el cielo.
Tenía que celebrar la misa a las doce y media y no me daba tiempo a cambiarme. Sólo pude lavarme las manos y la cara. Mientras lo hacía, pensé. Más allá de la lectura psicológica de aquel impetuoso abrazo, supe que lo que él buscaba en realidad era el afecto perdido con la esposa que le abandonó, según me explicó en su confuso portugués. Aquella ruptura emocional fue lo que tal vez le hizo perder el norte. Cuando un amor se rompe, toda la persona se quiebra, y algunas sienten un vacío tan grande que poco a poco se van desmembrando. En su impulso, buscaba un abrazo cálido, misericordioso, un sostén para no caerse.
Pensé en el beso de san Francisco al leproso. Ese beso cambió el alma de Francisco. Pensé también en los tiernos abrazos de la beata Teresa de Calcuta a los moribundos, en sus centros de acogida, un bálsamo dulce en sus últimos momentos, con la sonrisa en su rostro arrugado. Y en tantos santos y misioneros que han sabido ver el rostro sufriente de Cristo en las vidas destrozadas, quizás indignas para los demás, pero valiosísimas a los ojos de Dios, aunque su aspecto sea sucio y maloliente.
Y recordé otro día de invierno, cuando entre las misas de once y doce y media el indigente entró en el templo apresuradamente, con su paso torpe y tambaleante,  y se dirigió al Cristo crucificado. Mirándolo fijamente, alzó las manos y comenzó a increparlo, gritando con todas sus fuerzas y dándose golpes de pecho. Con ojos vidriosos y gesticulando, le lanzaba sus reproches, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. No le dije nada. Dejé que terminara sus lamentos. Quizás manifestaba toda la ira que le consumía, o quizás vociferaba bajo el efecto de la droga, el alcohol y la desesperación.
Este indigente hace más de 10 años que se sienta a las puertas de la parroquia. Hay días que viene más calmado, otros días llega agitado y nervioso. Alguna vez hemos llamado a los servicios sociales y a la Guardia Urbana. Lo retienen varios días en un centro, pero siempre regresa a la calle, donde sobrevive pidiendo limosna. Nadie puede hacer nada más. Cuando está más lúcido, lo dejan marchar y siempre regresa a la puerta de San Félix. De algún modo, es su comunidad, donde no sólo mendiga dinero, sino algo de calor. O quizás busca echar su bronca al Cristo crucificado. De aquí saca algo de limosna para seguir huyendo hacia delante, para no encontrarse cara a cara con su cruda realidad, la de un hombre terriblemente solo que un día perdió el valor más preciado: el amor.
Desde ese día, su corazón se apoya tan sólo en nuestra acogida. Nosotros, al menos, podemos soplar sobre las pequeñas brasas que le quedan encendidas para darle algo de calor e iluminar un poco su alma.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Rezando bajo la lluvia

El agua, una bendición del cielo

Hoy, día de santa Mónica, una refrescante brisa ha disipado el bochorno de estos días tan calurosos. Remolinos de aire empujaban las hojas caídas de los árboles, que tapizan con su dorado el frío gris del asfalto de las calles. Después de muchos días seguidos de calor agobiante, un sorbo de brisa ha hecho de este día una jornada fresca y suave, aliviando las elevadas temperaturas y la humedad de este final de agosto.  El viento jugaba con las copas de los árboles, agitándolas y dejando asomar algunos rayos de sol entre las hojas. Un cielo azul puro ha lucido durante todo el día, convirtiéndolo en un oasis veraniego.
Paseando por el casco antiguo de Barcelona, he visitado Santa María del Mar, la iglesia del Pino y finalmente la catedral, con su imponente fachada recién restaurada. Y después, llegando a mi parroquia, me he acercado hasta la pequeña capilla de la Virgen de Chestojova. Sólo faltaba, al atardecer, la bendición de una lluvia generosa caída del cielo. Una lluvia que ha venido como un regalo, que limpia, que purifica y oxigena, refrescando el ambiente y aportando un bienestar que invita a la serenidad. He sentido la necesidad de pasar por este refresco tan dulce al acabar el día y he permanecido un tiempo bajo la lluvia, agradeciendo su frescura después del flagelo del calor. 

El silencio de los jóvenes

Y he recordado el encuentro de los jóvenes con el Papa, en Cuatro Vientos, en medio de calores asfixiantes, cuando, de pronto, se desató el viento y cayó un súbito aguacero que alivió a todos los que allí estaban. Muchos explicaban que agradecían aquella cortina de agua después del calor. En momentos así es cuando comprendes por qué la lluvia, el agua del cielo, es tan necesaria.
Para los jóvenes peregrinos fue un mensaje, sin duda, venido de arriba, una bendición. Nadie marchó, todos permanecieron allí, cantando y rezando. Más tarde, se produjo ese silencio impresionante de casi dos millones de almas en adoración ante el Santísimo. Fue un hecho extraordinario que recordé, una semana más tarde, en el patio de mi parroquia, solo ante la Virgen de Chestojova. Y me sentí privilegiado de estar allí, bajo el cielo cubierto de nubes que clareaban y dejaban entrever algunas estrellas.

Lágrimas que redimen

Nubes, lluvia, estrellas. Claridad que envolvía el firmamento con espectacular contraste bajo las acacias. Agradecí la culminación de ese día en que sentí tan viva la presencia de Dios, como el rastro de las gotas de agua deslizándose sobre mi piel. Gotas de agua que me hicieron recordar las lágrimas que vertía santa Mónica por su hijo, Agustín, hasta que se convirtió. Pensé: cuántas madres lloran por sus hijos y rezan por ellos, para que algún día encuentren a Dios. Como san Agustín, que no halló sosiego hasta encontrarlo.
El cielo a veces también llora, cuando nos alejamos de Dios. ¡Cuántas lágrimas cuesta una conversión! Las lágrimas que cristalizan en el amor se convierten en perlas preciosas, ofrendas que purifican y redimen. Así me sentí bajo la lluvia, completamente cubierto de dulces lágrimas. Y recé. Que santa Mónica dé fuerza y esperanza a muchas madres, para que no pierdan su fe. Ojalá después de esa noche muchos hijos vuelvan al hogar que jamás tenían que haber abandonado: el corazón de Dios.
27 de agosto de 2011