domingo, 13 de noviembre de 2011

No es bueno que el hombre esté sin Dios

Un libro que interpela

En un programa radiofónico sobre actualidad política, los miembros de la tertulia comentaban la publicación de un libro titulado No es bueno que Dios esté solo, donde se recogen entrevistas a varios personajes públicos sobre su experiencia de Dios. Las entrevistas, a cual más fascinante e interpeladora, reflejan una vivencia muy honda, un viaje a las profundidades del corazón de Dios, que ha marcado a esa persona para toda su vida.
No es un libro de teología ni de espiritualidad, sino el testimonio de una relación con Dios sencilla, íntima y vivida en el día a día. Cada una con sus propias circunstancias, en todas ellas hay un brillo especial que toca la fibra más sensible del alma, porque nos sitúa ante un Dios que responde a los interrogantes y que va mucho más allá de nuestras certezas. Dios no solo está en la inmensa altura del cielo, sino en la profundidad de los corazones. Cada entrevista es un apasionante historia de amor de Dios con el entrevistado. Cada persona se convierte en un caño de agua fresca que brota del mismo manantial: el Creador que se les ha revelado como la realidad vital más importante de sus vidas, una realidad que interpela, sacude y estremece.
Es hermoso ver cómo Dios, siendo absolutamente autosuficiente, busca compañía. El título del libro, No es bueno que Dios esté solo, lo interpreto como una manera de decir que su amor infinito no quiere quedarse encerrado en sí mismo, sino que quiere sentir nuestro amor, busca nuestra ternura, nuestras palabras, nuestra compañía.
Recordaba aquella profunda afirmación de Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est describiendo el amor de Dios no solo como ágape, sino también como eros, que desea la cercanía y la repuesta amorosa de su criatura.

El hombre, sediento de Dios

He titulado mi reflexión “No es bueno que el hombre esté sin Dios” porque es la otra cara de la misma moneda. Dios no quiere estar solo, pero el hombre tampoco. En el fondo de su alma, ansía estar con Dios. Como decía san Agustín, el hombre no descansa hasta que lo encuentra y reposa en él. Ese deseo innato, ese anhelo de descubrir a Dios, esa búsqueda interior la llevamos dentro. En medio de la oscuridad más honda y angustiosa, no deseamos otra cosa que encontrarnos con la luz que puede alumbrar el abismo y ahuyentar las penumbras de nuestro laberinto existencial.
Cuando seguimos esta luz descubrimos otra dimensión que nos hace sentir vivos, rayando la frontera de una realidad superior. Aunque sintamos el peso de nuestra contingencia, comenzamos a vivir entre dos mundos: el terrenal y el eterno. Nunca perdamos de vista que, aunque anhelemos el encuentro final con Dios en el paraíso, en nuestro mundo terrenal Dios constantemente se manifiesta, de mil maneras. Y para evitar dualismos y maniqueísmos, podemos afirmar que, con Cristo resucitado, la humanidad está resucitada. Por tanto, la tierra ya forma parte del cielo. La eternidad, con Cristo, se ha convertido en una parcela terrenal y la tierra, con Cristo, es ya una parcela del cielo.
Dios no quiere que el hombre esté solo. Su gozo y su plenitud son abrirse a aquel que le ha creado y le ha incitado el deseo de buscar un amor infinito. En él puede descansar y encontrar un oasis de plenitud hasta llegar a la auténtica felicidad.
Así lo han vivido tantos santos que ahora iluminan el cielo. Cuando lo siento, vivo y toco,cuando mi piel, mi aliento, mis células, todo mi cuerpo vive en él, la distancia física desaparece, porque tengo la certeza de que estoy empapado de Dios.
Estamos ante el reto nuclear y trascendental del hombre: aceptar y amar libremente a Dios, el único que puede hacernos sentir plenos, capaces de todo desafío. Una aventura llena de complicidad empieza a fraguarse. En nuestro sí libre Dios escribirá una bella y apasionante epopeya con sabor a cielo.