domingo, 5 de agosto de 2012

Cuando la vida se desliza hacia el abismo

El hombre está concebido para la felicidad. Pero ¿qué le pasa, que anhelando en su corazón la paz y la alegría, no acaba de sentirse pleno? Es verdad que desde nuestro nacimiento estamos insertos en una cultura, en una sociedad y en una familia que pueden llegar a ser un condicionamiento para nuestra proyección como personas. Somos hijos de un pasado y de una historia familiar, y también de unos esquemas morales y sociales. A veces vivimos como un lastre el peso de nuestros orígenes, de nuestra trayectoria familiar. Siendo realistas, por muy negativa que sea esta, nadie puede prescindir de ella, pues es la que ha posibilitado su existencia.
Cada paso que damos en la vida es fruto de una decisión errónea o acertada. Por eso nos movemos en ese misterio ambivalente del hombre que se sitúa entre la duda y la certeza, es decir, entre la claridad y la oscuridad, entre la prudencia y la necedad, entre la lucidez y la estupidez, entre el amor y el egoísmo, entre el silencio y el ruido, entre la esperanza y el desconcierto, entre la verdad y la mentira, entre la dulzura y la beligerancia, entre la vida y la muerte, entre la bondad y la maldad.
Más allá del victimismo psicológico, no podemos quedarnos en la autocontemplación del yo, perdidos en el laberinto de lo que hubiera querido ser y no soy, cayendo en la amargura y en la tristeza.  Es verdad que somos hijos de un pasado y de una historia que nos ha hecho ser lo que somos. Pero esa obstinación en culpar al pasado de nuestra situación presente es una actitud infantil. Tu origen te marca, pero no tanto como para hipotecar toda tu vida. Tu pasado puede haberte herido, pero no es excusa para vegetar, sin encontrar sentido a nada ni a nadie. Cuando caemos en esta actitud, nos vamos deslizando poco a poco hacia el abismo, culpando a los demás de nuestra infelicidad. Entre las alturas y el abismo hay una delgada frontera. Allí es donde decidimos saltar en una dirección o en otra.
Y este es el misterio del ser humano, que puede optar por vivir la vida o lanzarse hacia el vacío. Elijo ser esclavo de mí mismo o la libertad de abrirme a los demás. No podemos lamentarnos constantemente y evadir la responsabilidad: somos dueños de nuestro destino. Somos los únicos responsables de saber ver que un día lluvioso o de tormenta puede ser tan bello como una serena tarde primaveral. O que una aventura dolorosa no es tanto un fracaso como una gran y definitiva lección en tu vida. O que el mismo sufrimiento puede llegar a convertirse en una escuela de sabiduría.  O que la soledad es un punto de partida hacia un autoconocimiento profundo. O que la tristeza es un gran momento para solidarizarse con el que vive un hondo desasosiego en su alma. Podemos vivir situaciones límite, emocional y sicológicamente, que nos enfrentan a la propia debilidad. Si decidimos hacerles frente, nos hacemos más fuertes que nunca y aprendemos a vivir serenamente en un trapecio, sin que el vacío nos asuste.
En esos momentos aprendemos a confiar, no solo en nosotros mismos, sino en aquella fuerza que viene de afuera, de alguien que nos la ha dado. Nuestra única certeza es que somos una criatura concebida para afrontar los retos más complejos que podamos imaginar. Si somos conscientes de que estamos hechos solo para el amor, sacaremos las fuerzas de donde lo las hay, porque esa fuerza última viene de Dios, la razón de todas nuestras luchas y esperanzas.
No concibo al hombre sin este anhelo genuino de trascendencia. Claro que optar por ser libre o no es una decisión. Pero cuanto nos cuesta tener la osadía de ejercer nuestra libertad. ¡Nos da vértigo! Porque el uso de la libertad, cuando es reflexiva, creativa, ardiente, amorosa y responsable, nos puede llevar hasta el borde del abismo, pero nunca caeremos en el vacío y en la desesperación.
En cambio, cuando uno renuncia a su libertad comienza a deslizarse montaña abajo, hacia una muerte interior. Cuánto dolor provoca ver cómo gente a la que quieres, incluso personas a quien has aconsejado, lentamente se van desintegrando, presas de la dictadura de su egoísmo. Su dignidad poco a poco se va desvaneciendo. El orgullo las lleva a confundir la realidad y a contar verdaderas atrocidades, alejándose de los demás y aislándose en su autosuficiencia. Terminan abocadas a la más oscura miseria, hasta perder lo más esencial de la naturaleza humana.
Es doloroso ver a alguien así, especialmente cuando te une con esa persona un vínculo especial. Sientes la zarpa de ese sufrimiento absurdo en el corazón pero, por un profundo respeto hacia su libertad, y por su cerrazón, no puedes intervenir. Y ves con impotencia cómo se hunde en el sinsentido, porque así lo ha decidido, y poco a poco su alma se va apagando. Contemplas cómo va ahogándose en las arenas movedizas de sus orgullos y petulancias, hasta ser devorada por su propia autosuficiencia. Y el corazón se te oprime, como falto de oxígeno. Vives un duelo porque contemplas cómo aquellas personas que amas viven sin vivir, deslizándose hacia el abismo definitivo.
Al final, cuando el ser humano llega a caer tan hondo, estalla la tragedia. Sin libertad, sin encontrar sentido a su vida, se enfrenta a un suicidio moral. ¿Qué hacer cuando la oscuridad ha tragado a su presa? ¿Qué hacer cuando solo queda la más terrible angustia?  La impotencia embarga tu corazón y te asaltan la duda y el sentimiento de culpa. Te sientes mal. Has hecho todo lo posible… ¿podías haber hecho más?
Es entonces cuando aprendes, a base de dolor, que no puedes solucionar ciertas situaciones. Que hay que poner distancia al problema y, desde el silencio reparador, evitar ofuscarte y autoflagelarte. No puedes caer en la sutil trampa de la autocondena, porque entrarías en una espiral sin salida. Una reflexión serena te llevará a darte cuenta, desde la humildad, que no podemos salvar a todo el mundo. Que no somos superman ni perfectos. No somos mesías. Somos lo que somos, y hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance. Si no se ha resuelto el problema, tengamos el coraje de aceptar que somos limitados. Aceptemos que no somos dioses todopoderosos, sino seres humanos que nos hemos atrevido a lanzarnos a la aventura del amor y que, aún y así, no hemos sido capaces de rescatar y salvar a la persona.
Aceptemos nuestra realidad y sigamos aprendiendo. Solo desde esta actitud evitaremos caer en la desesperanza. Estas experiencias límite nos llevarán a doctorarnos en la virtud de la paciencia. Y alcemos la bandera de la esperanza, dejando que aletee al viento de los cuatro puntos cardinales. Siempre que haya fe y amor, la vida se manifestará, de una u otra manera, en toda su plenitud. Y la luz disipará toda oscuridad.