domingo, 14 de octubre de 2012

Dios entre barrotes


Semanas atrás le comenté a Jesús Roy, capellán de la prisión de mujeres, que me gustaría conocer de primera mano su labor pastoral en la cárcel de Wad-Ras.Hoy, día 27 de marzo, en una mañana primaveral y luminosa, he tenido una gran experiencia, sobrecogedora y entrañable. Jesús, compañero del arciprestazgo del Poblenou, ha tenido la amabilidad de explicarme con delicadeza y pormenor lo que hace allí. De su mano he podido conocer cómo es la vida diaria en la prisión, ubicada en la avenida Bogatell, en la Vila Olímpica de Barcelona.

Jesús tiene aspecto bonachón, sencillo y asequible. Y vive con total convicción su vocación de mercedario. Se mueve en la cárcel como pez en el agua. Sin prisa, me ha ido enseñando las diferentes zonas donde se alojan las reclusas. Cada zona, bien señalizada, está separada de las demás por puertas compactas. Una funcionaria, con un grueso manojo de llaves, nos iba abriendo las cancelas y Jesús pasaba como si estuviera en su casa.

Me ha explicado los distintos grados de reclusión, según el tipo de delito, y algunas experiencias dolorosas que ha conocido de cerca. Entre sala y sala, varias mujeres se han acercado a él, saludándolo con total naturalidad y buscando ayuda, consejo, o preguntando si tenía información sobre algún juicio pendiente. En muchas de ellas he visto la pena que las embarga: son conscientes de que se han equivocado y ansían poder salir algún día. Jesús las trata con exquisita amabilidad. Su trato cordial y su carácter campechano lo hacen asequible, y esto se ve patente en la alegría que manifiestan las reclusas al verle. Se ha convertido en una persona fundamental para estas mujeres privadas de libertad.

Pasamos al pabellón donde están las reclusas que viven con sus hijos en la prisión. Afrontan el drama de una familia rota y de los niños que comparten la falta de libertad de su madre… Son diez mujeres con sus criaturas, algunas de ellas enfermas y sin un padre que pueda acoger a los pequeños. El dolor se palpa en el aire y no te deja indiferente. Me pregunté qué sería de aquellos niños inocentes que todavía no eran conscientes de dónde vivían, herméticamente cerrados, tras puertas y barrotes que los separan del mundo, del aire libre, de la belleza de un día primaveral. Un grueso muro se interpone entre ellos y su libertad.

También visitamos la enfermería, donde las reclusas enfermas o con algún problema de salud son atendidas por un médico. No había muchas, pero me impactó ver sus miradas perdidas y tristes.

Cuando llegamos a la dependencia de las 110 reclusas, me impresionó ver a tantas jóvenes que cumplen condena, esperando la benevolencia de algún juez y la oportunidad de mejorar su conducta. Muchas son extranjeras que traficaban con droga y fueron descubiertas y apresadas. Intenté comprender cómo tantas muchachas con una vida por delante, por un desliz o un engaño, secuestradas, obligadas o prostituidas, cayeron en la trampa y fueron víctimas de algún camello sin escrúpulos, atraídas por la falacia de la felicidad comprada con dinero fácil. Ahora están allí, luchando contra el tedio con diferentes actividades y talleres que ofrece el centro penitenciario. El tiempo se desliza más rápido en esos espacios que las ayudarán a reducir su condena. Mientras tanto, anhelan con esperanza que se produzca el milagro de la libertad.

Algunas se acercaban a una ventana para ver el cielo azul y respirar el aire que entraba. Cerraban los ojos, quizás soñando que estaban ya fuera, dejándose mecer por la brisa primaveral y acariciar por los rayos todavía suaves del sol de marzo. Pero solo eran instantes. Una vez abrían los ojos, de nuevo estaban allí, entre paredes y puertas blindadas, bajo la mirada de un funcionario cargado de llaves. Sueñan, sí, con su libertad, porque vivir con el espíritu preso hace insoportable los días y llena de oscuridad el corazón.

Que Dios ayude a estas muchachas y que sepan descubrir que la vida tiene sentido solo cuando uno se abre a los demás y descubre la fascinación del amor, que es el trampolín de la auténtica libertad. Qué importante es la tarea apostólica de los mercedarios, que les hacen sentir que Dios es el único camino hacia la verdadera libertad, aunque esta empiece entre barrotes. El amor de Dios es como unas alas, que te elevan más allá de los muros de la cárcel y hasta lo más hondo de tu propio corazón. Bendita tarea la del sacerdote, la de hacer que el preso se sienta restaurado por la misericordia de Dios, que lo perdona todo, hasta la peor atrocidad que uno haya cometido. Porque Dios es esencialmente perdón y amor. ¡Cuántas conversiones se han producido entre rejas! Ningún pecado, si hay arrepentimiento sincero, puede escapar al torrente de su gracia. Porque su compasión y su amor pueden más que el pecado. Solo desde la humildad y el arrepentimiento uno puede poner su vida de nuevo en rumbo hacia la libertad y la felicidad. Desde el abandono en sus manos, la misma cárcel se convierte en escuela y en una experiencia sanadora y liberadora, un punto de partida para el reencuentro. Ojalá muchas mujeres salgan de la penumbra del egoísmo y se encuentren con el brillo auténtico de la verdad.

Estamos acabando la visita y, finalmente, salimos a la zona que ellas llaman “destino”. Aquí, a las que han mostrado una mejoría notable de conducta se les asignan trabajos de mantenimiento, limpieza, lavandería y taller, con un pequeño sueldo que les ayuda a cubrir gastos o que envían a sus países de origen. Sus semblantes aquí tienen otro aspecto. Centradas y serenas, realizan su trabajo con empeño, conscientes de ese privilegio y de que están a punto de conseguir el tercer grado, que consiste en cumplir su condena trabajando afuera y pernoctando en la prisión. 180 mujeres disfrutan de esta semi-libertad. Sus días son menos pesados, en espera de la libertad definitiva.

Reflexivo ante lo que he contemplado y las explicaciones de Jesús, pienso que tendré que ir digiriendo todo cuanto he visto y oído. Más allá de un médico, una asistenta social, una psicóloga o un letrado, más allá de la amabilidad de un funcionario o de la compañía de otra reclusa para compartir su pena y su cautiverio, creo que todas estas mujeres esperan con ansia la presencia del sacerdote. Porque el delito cometido no solo hace mella en su psique, sino también en su alma, y el vacío que deben sentir se hace pesado de soportar. Al dolor físico y la privación de libertad se le añade un dolor moral y un dolor del espíritu. Almas perdidas, muchas de ellas son jóvenes con vidas truncadas y un porvenir incierto. Una vez salgan de la prisión, ¿qué les espera? ¿Serán capaces de sortear las dificultades y podrán integrarse en la sociedad? ¿Podrán recuperar los vínculos familiares rotos?

He salido impactado y con un cierto pesar, recordando a ese montón de chicas, mientras hacemos el camino de retorno hasta la salida. Tras cada reja que franqueamos, quedan atrás sus rostros, algunos con una leve sonrisa. Abandonamos el recinto con discreción. Quisiera animarlas, asegurarles que un día volverán a saborear el gusto de la libertad. Alguna, cabizbaja, nos mira de reojo, quizás deseando seguir nuestros pasos.

Ya afuera, despidiéndome de Jesús, medito que el gran tesoro de la libertad solo se consigue cuando creces hacia adentro. Camino hasta la parroquia y el aire juega conmigo, deslizándose entre mis poros. Respiro y me siento más vivo que nunca. Mi paso es ligero. Cruzando las calles, soy consciente del don maravilloso de la creación y de la vida. Cuánto derroche amoroso el de Dios, cuyo deseo es la libertad y la felicidad de su criatura, para que pueda alcanzar la plenitud como persona.

Una vez llego al patio de la parroquia, abro la puerta del templo y doy gracias a Dios por esta experiencia. La Iglesia es puerta que lleva al corazón de Cristo, presente en el sagrario. Y él es la suprema libertad del hombre.

Joaquín Iglesias
Marzo 2012