domingo, 20 de octubre de 2013

Tiempo para Dios

Cuando nos topamos con los límites


El frenesí de la vida diaria arrastra al hombre a situaciones de estrés, violencia, cansancio, pérdida de referencia y de valores. Progresivamente, la exigencia de su proyección laboral y profesional lo va llevando a un ritmo vertiginoso, situándolo al límite de la angustia, hasta convertirlo en un adicto a la aceleración que ya no puede parar. Es como si jugara a la ruleta con su vida, el estrés y la ansiedad. Y así comienzan muchas patologías.

Antes se hablaba mucho del valor del ser frente al tener. Hoy damos culto al hacer por encima del ser. Y nos volvemos dependientes de la actividad frenética. Hasta que, cuando menos lo esperamos, salta la alarma en forma de diferentes manifestaciones psicosomáticas que revelan un profundo vacío existencial. Surgen la amargura, la tristeza, la depresión y los accidentes cardiovasculares, las alteraciones neuronales, las adicciones, los malestares crónicos… en algunos casos, hasta la muerte. No nos damos cuenta de que estamos metidos en una carrera de ratas que nos lleva a la desintegración total de la persona.

¿Qué nos ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hemos valorado tanto nuestros egos, nuestra vanagloria, nuestro orgullo, que hemos llegado a idolatrar el yo y sus obras. Cuando llegamos a este punto, nos encontramos con los propios límites. No somos dioses ni supermanes. Es entonces cuando nos topamos con nuestro terrible vacío existencial. Un sentimiento de indigencia nos invade. Habíamos olvidado que somos mortales y que todo en el ser humano tiene límites, desde nuestra altura y anchura hasta nuestra capacidad intelectual y nuestra resistencia orgánica. Nos encontramos cara a cara con nosotros mismos y nos damos cuenta de que, por mucho que vuele nuestra imaginación, no siempre conseguimos las metas que nos proponemos, el corazón se nos rompe cuando sentimos dolor por alguien, a veces la vida nos da reveses que nos cuesta digerir, sufrimos la ruptura con alguien a quien hemos amado con toda el alma, o la muerte de un ser querido. Sí, estamos limitados, física, psicológica y moralmente.

Un camino hacia el interior


Cuando llegas con humildad a tener conciencia plena de tu realidad, de tu propia contingencia, es cuando, desde ese túnel de ti mismo podrás atisbar, a lo lejos, una luz. Y esa luz, a medida que seas más consciente, brillará con más fuerza. Es la luz del yo, que ha empezado la misión más importante de tu vida: descubrir los misterios de tu propia existencia. Pero desde el realismo, desde lo que eres, no desde tu espejismo, creado por tantas influencias que te han hecho desconectar del yo interior y fragmentarte por dentro.

Cuando somos capaces de parar, detenernos con dulzura y con paz hasta llegar a ser conscientes de nuestro misterio y liberarnos de la influencia externa, empieza un itinerario de búsqueda espiritual, marcado por la libertad. Ya no buscaremos en las cosas ni en lo que hacemos el sentido último de la existencia. Cuando llegamos a la pregunta más trascendente y descubrimos que hemos sido creados por unas manos amorosas, que nos han modelado con la única intención de hacernos felices, encontraremos una respuesta que es la gran liberación. Habremos llegado, entonces, a un momento culminante de la vida. Y descubriremos en el reverso de todo a este Dios. Solo desde aquí pueden recolocarse los valores, la familia, el trabajo, las ideas, el patrimonio, el sufrimiento, la vocación… Desde Dios todo adquiere otra dimensión.

En el silencio y en la soledad no nos asustarán ni el sufrimiento ni los propios límites, porque sabemos que somos obra de Dios y que, aunque nos haya hecho mortales, la libertad y la felicidad forman parte intrínseca de nuestro ser. En esto somos semejantes al que nos ha creado: un Dios que es Amor, y por eso la plenitud de nuestra vida se realiza amando, porque para eso fuimos creados.

Del frenesí pasamos a la contemplación, al silencio, a la oración, a la humildad y la gratitud. Descubriremos que lo natural del hombre no es la prisa, ni la amargura, ni la esclavitud. Es la alegría, la generosidad, el amor. Es entonces cuando descubriremos el valor de nuestro tiempo y dejaremos de gastarlo en cosas absurdas. 

Tiempo para Dios


Dios me ha creado, no solo libre, sino en un espacio y en un tiempo. Antes de crearme, Dios me soñó, me amó y dedicó un tiempo para mí. ¿Cómo no vamos a dedicar una parte de nuestro tiempo a Aquel que nos ha dado el tiempo? Él no escatimó: sin prisas y con dulzura, con creatividad, nos fue modelando hasta convertirnos en lo más precioso de la creación. Somos la obra culmen de sus manos: no nos olvidemos de Aquel que nos insufló la vida.

Tener tiempo para Dios es connatural a nuestra realidad existencial. Cuando olvidamos esto nos perdemos en el laberinto del propio yo.  Pero cuando sabemos parar y mirar al cielo, sintiendo la presencia de aquel que siempre nos está mirando con amor, cuando respiramos hondo y damos gracias, es cuando empezamos a conectar con Dios, que siempre ha estado dentro de nosotros. ¿Cuál es la diferencia? Que ahora somos conscientes de esa conexión.

Invertir tiempo para Dios es invertir en felicidad, para ti y para los demás. Y cuando convertimos nuestro tiempo con Dios en oración, en diálogo entre amigos, pasamos a ser algo más que creaturas: nos convertimos en interlocutores, en hijos de la divinidad. De seres animados pasamos a ser seres amados. Y aquí ya hemos dado un paso gigante. Entramos en la esfera de Dios Padre y, por fin, dejamos que Él entre en la esfera de nuestro corazón. Toda nuestra vida queda transformada.