domingo, 17 de noviembre de 2013

Arrancado de unos brazos

Es un día frío de invierno, a finales de febrero. Un niño llora desconsolado en los brazos de su abuela. De tez morena y cabello muy negro, con grandes ojos tristes, hunde su cabecita entre los pechos de la anciana y solloza. Se agarra a ella con todas sus fuerzas; no quiere soltarse.

Tiene solo dos años, pero conoce el dolor de haber perdido a alguien que llenaba su vida. Su padre ha muerto, y el sentimiento de desamparo invade su corazón. Ya no volverá a ver su rostro, no volverá a jugar con él; se fue para siempre su referente, la presencia que lo confortaba y le ofrecía un futuro. Llora sin cesar.

Su madre intenta, en vano, calmarlo. Joven viuda, con varios hijos, en un pequeño pueblo de Extremadura azotado por el hambre de la posguerra, toma una difícil decisión. Ella buscará trabajo en la capital y dejará a los niños en un centro de acogida en la capital de provincia.

Llegado el día de la partida, el niño se niega a abandonar aquel pueblo, aquella casa que alberga sus escasos recuerdos y su pequeña vida. Cuanto más insiste la madre, con más fuerza llora y se aferra a los brazos de su abuela. No quiere soltarse, no quiere romper el vínculo. La muerte del padre ha sido una herida desgarradora; no quiere más separaciones. El gemido del niño se hace cada vez más intenso. Pero la decisión de la madre está tomada.

Es arrancado violentamente de los brazos de la abuela y el llanto se convierte en un grito de desolación. A la fuerza, lo llevan de la mano y se deja arrastrar. Mira por última vez la calle donde aprendió a corretear bajo la mirada de su padre. Se terminaron los juegos, la ternura, las caricias. Atrás quedan los campos, el tufillo de las cabras, la hierba mojada por el rocío matinal, el murmullo de las espigas salpicadas de amapolas. Entre las lomas dejó los días felices, cuando su padre lo llevaba con él a apacentar el rebaño. En la ciudad ya no volverá a saludar a la luna, que señalaba a su padre con ojos brillantes y asombrados. El niño de dos años ha quedado herido para siempre.

Lo arrancaron de su padre, de su abuela, de su familia, de su pueblo y de sus amigos. Desde aquel día el sol no volvería a brillar sobre el horizonte de su corazón. Resignado, se deja llevar. Algo ha muerto dentro de él.

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Pasó 14 años en el internado. Su timidez extrema lo llevó a encerrarse en su mundo. Apenas se relacionaba con los demás, y se acostumbró tanto a oírse llamar por un número, que olvidó hasta su apellido. Soportó mal la estricta disciplina del colegio y el ritmo educativo, a golpe de pito y castigos. Por supervivencia tuvo que adaptarse y enterró los sentimientos en lo más hondo de su corazón y de su mente. Desconfiado y arisco, no quiso volver a amar, quizás para no sufrir otro desgarro, otra separación.

No fue hasta la adolescencia que se atrevió a escoger algunos amigos. Pocos, entre la timidez y la desconfianza. Cuando a los 14 años salió del colegio para estudiar en el instituto, el cambio fue una bocanada de aire para él. Empezó a forjar amistades y quizás a soñar planes de futuro.

Pero entonces, ya adolescente, volvió a vivir otra ruptura. Cuando había aprendido a sobrevivir, sin hacerse más daño, su mundo interno se sacudió de nuevo. Esta vez no lo arrancaron de los brazos de su abuela, sino de su ambiente y de un mundo que había aceptado.

Su madre, que se encontraba en una mejor situación económica, decidió reunir a la familia y llevar a todos los hijos a vivir con ella, en Barcelona. El joven dejó el colegio para iniciar otra vida, muy distinta, en una gran ciudad desconocida.

El corazón se le volvió a endurecer y cayó en una profunda depresión. El nuevo hogar en la anónima Barcelona, sin personalidad, le resultaba inhóspito. Le faltaban referencias morales, su frágil identidad se resquebrajaba y se perdió en el laberinto de su propia soledad. Sus relaciones con los demás se volvieron complejas y difíciles. Sometido a tratamiento con ansiolíticos, se fue hundiendo en un pozo cada vez más hondo.

Hoy, ha levantado un grueso muro entre él y su familia. Vive solo, desconectado. Lee con pasión, sobre todo a Sartre y a Bakunin. Camina por las calles sin rumbo fijo y apenas se relaciona con nadie. Fantasea en su mundo con la lucidez de la náusea existencial y la filosofía anarquista. Le gusta pasar desapercibido y busca rincones tranquilos y verdes donde quedarse horas leyendo a la sombra de un árbol. Quizás el rumor de sus hojas le conecta con aquel pueblo perdido de su niñez, con los campos de trigo, con los encinares. Falto de relaciones humanas, se alimenta de sus lecturas.

El niño, que hace casi sesenta años gritaba porque no quería soltarse de los brazos de su abuela, hoy ya no quiere agarrarse a nadie y huye hacia ninguna parte. Sin raíces, está totalmente solo. Lo hirieron y ya no cree en los vínculos, no quiere volver a sufrir otra amputación, no tiene fuerzas para soportarla y prefiere morir en su anónima soledad. No tiene a nadie, pero nadie podrá dañar más su roto corazón. Se ha rendido y prefiere perderse en la nada porque se siente nada, indigno de otros brazos.

Esperando su ancianidad, los años caen como las hojas en otoño, arrastradas por el viento, sin rumbo, sin otro sueño que morir huyendo.

¿Mereció ese niño de ojos negros y penetrantes quedarse sin padre? ¿Mereció esta vida? ¿Es el misterio del mal, el destino o la mala suerte? Quizás los golpes le sobrevinieron demasiado temprano, cuando su personalidad todavía no estaba definida. O quizás era demasiado frágil y no supo cómo afrontarlos, no tenía suficientes defensas. ¿Fue demasiado para él?

Cada uno es como es. Lo más duro es aceptar y ver cómo algunos agonizan lentamente. Lo más trágico es que un día morirá solo y nadie sabrá cómo, cuándo ni por qué. En el cielo, ¡entonces sí!, encontrará quien le abrace. Allí están los que nunca se cansarán de esperarlo con los brazos abiertos. Ojalá, aunque sea en el más allá, su corazón despierte y vuelva a latir, esponjado de la dulzura y el calor que le han faltado durante tantos años.