domingo, 29 de diciembre de 2013

Fuerte como un roble, suave como una amapola

Desde el espigón de la playa, de espaldas a las dos torres de la Vila Olímpica, mirando hacia el mar, mi vista se pierde en el horizonte. Entre la hora del ocaso y la noche aparecen en mi mente los rostros de dos personas que están en el origen de mi historia. Dos mujeres que han hecho posible la creación de un proyecto familiar marcado por momentos y etapas diferentes.

Nacidas en Montemolín, en la comarca de Tentudía, en la falda de un cerro coronado por su castillo, estas dos mujeres nacieron a finales del siglo XIX y pasaron la tragedia de la guerra civil y el latigazo del hambre, aprendiendo a sobrevivir en medio de las circunstancias más adversas.

La crudeza de la hambruna y la miseria en la España de la posguerra llevó a muchas familias al borde de la muerte. Algunas tuvieron que emigrar, otras tuvieron que separarse.

Y allí estaban ellas, abriéndose camino, luchando para que el débil hilo que mantenía unida a la familia no se rompiera. Afrontaban el día a día como un desafío, como quien salta al ruedo de una plaza de toros, sin saber si seguirían vivas al amanecer siguiente. Cada día terminaban extenuadas por conseguir un trozo de pan para comer y esquivar el zarpazo de la muerte. Llegar a casa al final del día con las manos llenas era una victoria ganada.

Nunca se rindieron. Pese a su naturaleza físicamente frágil, las ganas de vivir y de tirar adelante su familia las hicieron fuertes y resistentes, de tal forma que superaron todos los obstáculos. Vencieron, no solo la batalla del hambre, sino la de la desesperación, la desconfianza y el desconsuelo. Supieron pasar por encima de la ira y la incertidumbre, dejando atrás la angustia y obteniendo ese trofeo sin precio: la vida y el deseo de vivir, hasta el final de sus días.

¿Qué tenían aquellas mujeres menuditas y a la vez grandes, resueltas y audaces?

La abuela Araceli


Siendo muy diferentes de carácter, ambas, mi abuela Araceli y su hermana, mi tía abuela Carmen, fueron inseparables. La primera se casó y tuvo cinco hijos, dos mujeres y tres varones. Era de carácter fuerte y tez morena, curtida por el sol y el frío. Mi abuela tenía grandes dotes de organización, era diligente e incansable, de temperamento brusco que escondía una gran ternura. Tengo de ella un recuerdo muy vivo.

Además de enfrentarse al drama de la miseria que azotaba el pueblo, mi abuela tuvo que afrontar la muerte prematura de su marido. Quedó viuda muy joven, con los cinco hijos que tuvo que sacar adelante. Sola, tuvo que echar mano de toda su fortaleza y su ingenio para no derrumbarse. Milagrosamente, la abuela sobrevivió sin que el agotamiento pudiera hacer estragos en ella. Era una auténtica luchadora.

Mi madre Paula era una adolescente cuando estalló la guerra. Durante los años de contienda, la abuela sostuvo como un robusto roble a toda la familia, soportando los vaivenes con fortaleza asombrosa. Hábil en sus relaciones con los demás, con genio y capacidad de mando, crió y amó a sus hijos sin doblegarse ni dejar de mirar al frente, con un semblante aparentemente desconfiado, penetrante e inteligente. Le gustaba estar en las trincheras, educando y trabajando. Así era ella. Segura de sí misma y sincera, hizo lo imposible por mantener viva a su familia en aquellos tiempos difíciles.

Y mi tía Carmen, ¿cómo era?

Suave como el vuelo de una mariposa


Si Araceli, su hermana, era una roca granítica, Carmen hacía honor a su nombre, que en hebreo significa “viña del Señor”. Era realmente como un jardín; su trato cordial fluía como un suave vino en el paladar, su cortesía y amabilidad eran distintivos de su naturaleza humana.

La abuela se casó, pero la tía se quedó soltera. Una señora del pueblo, a la que cuidó durante mucho tiempo con esmero y dedicación, le dejó en herencia su casa, una antigua masía que Carmen convirtió en un mesón. Era por la década de los 50, y allí se trasladaron a vivir con Paula, mi madre, y mis dos hermanas, Mari y Carmen. La adecuaron entre las dos, repartiéndose las tareas: Araceli se cuidaba de la limpieza y las compras, Carmen de la acogida a los clientes y de la cocina. Formaban un tándem perfecto, siendo tan diferentes, y el negocio funcionó. La casa estaba en medio del pueblo y pronto los cocidos extremeños de mi tía cosecharon un éxito arrollador. El mesón se convirtió en uno de los establecimientos más prósperos del pueblo, así como un lugar de referencia para quienes buscaban comidas caseras, tanto las gentes pudientes del lugar como los viajantes y forasteros. Así, la familia conoció unos años de trabajo intenso y relativa prosperidad en la última etapa de la posguerra. Atrás quedaban la hambruna y las estrecheces. Las dos hermanas no podían rendirse: tenían en sus manos un proyecto familiar que no podían abandonar.  

¿De dónde les vino el éxito? Sin duda, a parte de las dotes organizadoras que tenía la abuela, la atención delicada de Carmen hacia los huéspedes y su buena mano para cocinar fueron decisivas. La tita, mujer menuda, delgada y vivaracha, tenía un rostro bello y armonioso, que cautivaba a muchos hombres que la cortejaban. Rebosaba humanidad y belleza. Su mirada clara y viva seducía por su sencillez. Si Araceli era un recio roble, la tita, como la llamaban, era una caña de bambú grácil y flexible, siempre en su sitio, en su centro. Como una mariposa, se deslizaba con suavidad entre sus quehaceres y en la acogida a los demás. La dulzura de Carmen era un bálsamo que suavizaba los momentos de mayor frenesí y agobio ante las dificultades familiares. La abuela fue base, roca sólida; la tita fue pilar a cuyo alrededor todo crecía.

Sus vidas no podían entenderse una sin la otra. No sabían estar separadas. Formaban una unidad tan fuerte que jamás se agrietó. Vivieron casi cien años juntas.

El ocaso


En 1967 vinieron a Barcelona a vivir en un tercer piso de la calle Greco. Comenzaba otro capítulo dramático en sus vidas, porque nunca se encontraron bien en la vorágine de una gran ciudad desconocida. A una edad avanzada, fueron arrancadas de su entorno rural, del paisaje humano en el que habían crecido y del que formaban parte. La belleza de aquellos campos había empapado toda su vida. Fue entonces cuando comenzó su decadencia. Tenían cerca de ochenta años y ya no tenían nada por lo que luchar. Su declive no fue tanto físico, porque fueron longevas, ambas llegaron casi al siglo. Fue más bien un deterioro moral y psicológico que poco a poco fue haciendo mella, no solo en sus huesos, sino en su corazón.

Siempre habían respirado aire puro y habían transitado por callejuelas empedradas y caminos de tierra. Estaban acostumbradas al contacto humano, a las relaciones con los vecinos y forasteros, a la proximidad. En Barcelona, fueron engullidas por el anonimato de la ciudad. Su luz dejó de brillar, comenzaron a tener caídas, cuando siempre se habían mantenido firmes y ágiles. Las fuerzas empezaron a abandonarlas. Aquel no era su lugar.

Y, sin embargo, durante los casi veinte años que vivieron en Barcelona, las dos continuaron ofreciéndonos su cariño, cocinando, limpiando, dando afecto a sus nietos y a sus biznietos, los hijos de mi hermana Mari. Dieron calor a aquel piso extraño para ellas, aislado de la tierra, que les iba quitando la vida lentamente. 

Era hermoso verlas a las dos, ya muy ancianas, sentadas en el sofá de la casa, silenciosas y serenas. Ya lo habían vivido todo y se lo habían dicho todo. Tras las arrugas de sus rostros se almacenaban cientos de recuerdos, aventuras, vicisitudes que vivieron juntas. En sus últimos años también languidecían juntas, poco a poco, sin ruido.

La abuela nos dejó antes. En su última etapa pasaba largas horas en la cama, postrada por el dolor, aunque jamás rechistaba, herida por las llagas que se le abrían en la piel. 

Con su muerte, un fuego vibrante se apagaba en mi casa. Durante su agonía recordé todo lo que ellas, mi madre y mis hermanas me habían explicado. La abuela, tan brava, murió junto a la tita. Bajo la dulce mirada de su hermana, su rostro cambió y se volvió apacible mientras yacía en su lecho. Carmen se despidió con un suave beso en la mejilla de la abuela, reteniendo unas lágrimas que salían, no solo de sus ojos, sino de su alma. Se terminaba aquella larga vida de dos hermanas que se habían querido, y que juntas habían luchado, desafiando al tiempo y al hambre, el frío, el calor y la pobreza. Allí estaban ahora, despidiéndose. Era hermoso verlas tan unidas en los últimos momentos.

Meses más tarde murió la tita. Sometida a varias operaciones a causa de una clavícula rota, murió en el hospital de la Vall d’Hebron después de una intervención quirúrgica. Con su muerte, terminaba la epopeya de estas dos valientes mujeres que iluminaron unos años cruciales de mi juventud, en Barcelona. Entonces pensé que, en el cielo, seguirían juntas otra historia.

domingo, 15 de diciembre de 2013

El silencio sanador

Cuántas veces, después de un día ajetreado, en el que hemos sido bombardeados por tanto ruido y tantas imágenes, más de lo que nuestra retina puede soportar, sentimos la necesidad imperiosa de parar y descansar. El frenesí no es lo normal. La dependencia del activismo es, en el fondo, una manera de huir hacia adelante. El corazón humano está hecho para la paz, para el silencio, para saborear la belleza y la música. Necesitamos volver a nuestro estado primigenio, a la soledad del espíritu para ser conscientes de que necesitamos, como el aire, profundizar en nuestra identidad humana. El vértigo y el ritmo acelerado son enemigos del silencio. El estrés mata el silencio y nos aleja de nuestra propia realidad, de nosotros mismos y de los demás. 

Urge recuperar el valor del silencio, no solo como un refugio, o como un valor religioso, sino como una necesidad vital del hombre. La masa, el ruido y el frenesí nos producen reacciones tóxicas que nos enferman emocional y espiritualmente. Es verdad que hay muchas razones por las que enfermamos: mala alimentación, experiencias emocionales, ruptura de relaciones humanas, disgustos, estrés, virus, etc. Cuando sufrimos alguna patología, en seguida buscamos al médico o al terapeuta, o iniciamos cambios de hábitos para mejorar nuestra salud. 

Pero a veces la raíz de nuestros males y dolencias está en nosotros mismos. Si decimos que el pH de nuestro cuerpo ha de ser alcalino y no ácido para evitar enfermedades, lo que alcaliniza el espíritu humano es el silencio. El silencio nos amansa, nos equilibra, nos sitúa ante el mundo y nos ayuda a construir nuestros anhelos más profundos. En definitiva, nos permite descubrir la razón última de nuestra vida. 

Porque solo desde el silencio se puede penetrar a fondo en nuestra propia realidad, tal como es. Solo cuando paramos y aprendemos a escucharnos a nosotros mismos, a nuestro cuerpo, nuestros sentimientos y emociones, comenzamos a desatar esos nudos físicos, psíquicos y mentales que han actuado como auténtica metralla interna, que han perforado nuestros anhelos y nuestra hambre de paz. En el campo sanitario se habla de nuevos hallazgos, de innovadoras técnicas. Y realmente se ha avanzado mucho. Pero nuestra medicina sigue muy enfocada en el plano físico, biológico y genético. En las últimas décadas se ha comenzado a hablar de la medicina energética y cuántica, con nuevas y prometedoras terapias. Pero ni en la medicina alopática ni en la holística se habla lo suficiente del silencio terapéutico. 

Un alma perdida en el laberinto del ruido y del frenesí, más allá del equilibrio físico, químico y energético, necesita estar alineada con toda la estructura de su ser, y esto solo se puede lograr desde un silencio reparador y sanador. El abismo nos aterra. Necesitamos la luz y el calor del sol. Para nuestra armonización es crucial huir del incesante ruido que nos inquieta y nos roba la paz. Necesitamos la calma del silencio, su melodía, su brisa. Nuestro corazón ansía y necesita reconciliarse consigo mismo. Cuando aprendemos a valorar este regalo es cuando se produce la complicidad entre nosotros y los demás, y el enfermo empieza a recuperar la paz. Y es que desde el silencio más interior se aprende a dar a las cosas el valor que tienen, entre la pasión y el desapego. 

Se trata de aprender a no exagerar ni parar del todo. Con el silencio se encuentra el punto intermedio, que me ayuda a tomar la medida de aquello que estoy haciendo. Sin estrés y sin descuidarse de todo. El silencio es más potente que el ruido. El ruido puede ser fruto de un fuerte impacto; puede a la larga ensordecer, pero solo llega a nuestros oídos. En cambio, la capacidad de emocionarnos al contemplar algo solo ocurre en el suave silencio. Es entonces cuando se produce el impacto interno, que llega hasta lo más profundo del alma. 

Cuando empezamos a comunicarnos con nuestro yo más hondo hemos aprendido a gustar el silencio, dejando a un lado las palabras que distraen.

A veces, callar es lo mejor cuando se trata de hacer un bien real. El silencio puede ser más fecundo que las palabras.

Joaquín Iglesias 
14 diciembre 2013 - San Juan de la Cruz