domingo, 19 de octubre de 2014

Nadar en la calma

Después de una jornada de actividad, el día va declinando y el tono vital va bajando. El sol, lentamente, desciende y su luz se apaga. Sigue su ciclo y se va, dejando que la luna vaya ascendiendo con su tenue luz. Del brillo luminoso de la mañana pasamos a la suavidad del atardecer. El azul eléctrico del cielo anticipa la noche; se encienden los focos y las luces de la ciudad, se cierra un ciclo y entramos en otra fase más serena y tranquila, que invita a meditar.

El silencio me va llenando. De la prisa paso a otro ritmo, más despacio. El tiempo es otro. De la vorágine paso a la calma, tan deseada, a la oración, a dejarme mecer en las aguas cristalinas del corazón de Dios, donde puedo nadar hasta deslizarme en sus misteriosas entrañas. Él me invita a parar, a callar y a saborear las delicias de su presencia latente en el envés de la belleza que he podido admirar durante el día.

Ayer, en una excursión a la montaña, pude contemplar a Dios en los rostros de tantas personas que viajaban conmigo, buenos corazones que avanzan en su crecimiento humano y espiritual; en la majestuosa creación, en los bosques, en los montes y los ríos; en los claros y oscuros de la historia, en las obras humanas y en la sublime inteligencia de esta criatura. La belleza de la creación expresa cuánto nos ha amado Dios, cuánto nos ha dado para que podamos disfrutarlo hasta el éxtasis. El  gozo espiritual hace inenarrable la experiencia de amar. La mística del cristiano pasa por la intimidad con un Dios creador, por una relación interpersonal con Dios hecho hombre en Jesús, que encarna el corazón entrañable del Padre.

Aprender a nadar en la calma interior es hacer una inmersión en Cristo. Él convertirá la calma en algo más que ausencia de ruido o de frenesí: hará de ella un estado que nos llevará al epicentro de nuestra existencia: el misterio de la pequeñez humana ante la grandeza de un Dios que ha cometido la locura de establecer una alianza de amor con su criatura.

Dios ha decidido abrazar al hombre, haciéndose presente en su historia, y ensanchar su horizonte, haciendo crecer sus anhelos de plenitud. El otro día paseaba por la playa. El agua, vestida de un azul intenso, salpicada por los rayos de sol, estaba calmada, parecía un inmenso estanque de cristal bañado de luz resplandeciente. Otros días las olas juegan saltarinas con la arena de la orilla, sacudiéndola con fuerza, pero ese día solo el aire murmuraba a mis oídos. Dios me hablaba en esa calma del mar que parece dormir, pero que está ahí, inmenso, quieto. Mi mirada se perdió en el horizonte. Yo, insignificante ante tanta inmensidad, pensé que solo desde la calma, dejándose mecer por el silencio, se puede escuchar el lenguaje de Dios, tan nítido como esas aguas cristalinas en la hora cenital del día.

Toda criatura amada anhela fundirse con el creador, fuente inagotable de vida y felicidad. Ante el mar me dije que solo cuando paras, te apartas y contemplas, admirando el mundo a tu alrededor, puedes escuchar el susurro melodioso que Dios está interpretando para ti. Nunca deja de seducirte. Nadando en su corazón podrás establecer un diálogo auténtico, una comunicación íntima y sincera. Será entonces cuando el sol de Dios te bañe y acaricie las aguas calmadas de tu alma. La luz sobre ellas es el reflejo amoroso de su presencia. 

domingo, 5 de octubre de 2014

Abrazar los límites

Una de las cuestiones más importantes que se plantea el ser humano es el conocimiento de sí mismo. Aunque nos parezca incómodo, de manera progresiva nos vamos dando cuenta de cómo somos, y a veces nos topamos con cosas que no nos gustan. La tendencia a compararnos con otros hace más difícil aceptar nuestros propios límites.

Hay cosas que nos gustan, y otras que no. El físico: alto, bajo, feo, guapo, gordo, flaco. Nuestras habilidades, emociones y sentimientos. Reconocemos nuestros límites y queremos controlar nuestras reacciones para poder alcanzar nuestras metas. Sobre todo nos preocupa el qué dirán y aquellas limitaciones que afectan nuestra inteligencia, salud y aspecto físico. Muchas veces creernos inadecuados nos genera un sentimiento de autodesprecio. La opinión ajena pesa como una losa terrible sobre la vida de muchas personas, minando su autoestima y provocándoles inseguridad, miedo y desorientación. En realidad, dar demasiada importancia a lo que dice la sociedad puede paralizar y conducir a la frustración y al desespero.

Como siempre, es un problema de percepción de uno mismo y de los demás. Debes asumir que ni tú ni las personas a las que amas son perfectas. Como humanos, todos estamos cargados de historias personales, familiares y emocionales; de defectos, limitaciones y miedos. Todos, por mucho que ofrezcamos una imagen serena, de estabilidad y ecuanimidad, todos, como diría un teólogo, tenemos agujeros y experiencias que nos han marcado. La cuestión de fondo es tener la sabia humildad de saber que somos fruto de otras personas que nos han querido, aunque estuvieran cargadas de imperfecciones y defectos.

Esto es básico para reorientar la vida. Están surgiendo muchas terapias alternativas que prometen ser la gran solución a los problemas vitales de la persona. Halagando la autoestima, algunas de ellas sacan el dinero de los pacientes de manera muy sutil. Así mismo proliferan desde hace  años los libros de autoayuda, brindando tantos métodos y soluciones que uno se pierde en un bosque laberíntico. Una persona insatisfecha y desorientada puede pasarse la vida buscando sin llegar a ningún lugar.

Detrás de esta variada oferta y de la búsqueda de tantas personas inquietas hay un hambre de sentido, por un lado, y un afán de lucro por parte de muchos gurús o líderes ―no todos, pero sí muchos―. De aquí que cada uno presente su terapia o su sistema como la panacea que soluciona todos los problemas, desde la identidad propia, el pasado y los traumas de la infancia hasta las inseguridades presentes y los miedos al futuro. La terapia se convierte en una máquina de hacer dinero y, de manera muy sutil, crea una dependencia con el paciente.

Todo es más sencillo. En el fondo, uno mismo ya sabe cómo es, ¡claro que lo sabemos! La cuestión es tener el coraje de aceptarse con humildad y reconocer que, aún con sus límites y defectos, cada persona vale más que el universo entero. En la vida no se trata de caer bien a todos, ni de ser el primero, ni de convertirse en un superman o una superwoman. Un amigo me decía: imagina una gran estepa poblada por millones de personas. Nadie es más importante que los otros, todos somos iguales. El crecimiento personal no consiste en ser perfecto o en no tener agujeros, sino en saber que los tienes y convivir con ellos sin que sean para ti un problema, aunque los demás sí hagan un problema de ellos. Nadie puede huir de su contingencia: somos vulnerables, enfermamos, padecemos dolores físicos, emocionales y espirituales. Sentimos dolor, rabia, tristeza. Nos equivocamos. ¡Este es nuestro mundo real! Luchas, aciertos, errores, avances y retrocesos. Nos caemos y nos levantamos de nuevo; saltamos de alegría ante una buena noticia, o nos entristecemos con el duelo que nos pesa en el corazón. Es nuestra manera de existir, con un corazón que anhela, que sueña, que avanza intrépido pero que también tiembla ante el futuro incierto. Cabalgamos a lomos de la existencia y ante la meta que nos espera el corazón se nos encoge. Somos capaces de lo mejor, pero también del peor error. Es nuestra naturaleza humana, donde conviven estas realidades tan diversas.

A pesar de su fragilidad, solo el hombre, en todo el universo, posee un corazón, una mente y un alma que, bien armonizados, lo hacen dueño de su existencia. Hay un anhelo de mejora innato que hemos de potenciar, sin obsesiones ni vanidades. Tampoco se trata de resignarnos o de rendirnos: soy así, no puedo hacer nada. Pero el punto de partida es la aceptación. Abrazar el cómo soy será el pilar de equilibrio. La única manera de ser que tenemos es ser lo que somos y quienes somos, con todo lo que esto conlleva. De no ser así, no seríamos. Llegar a entender y aceptar esto es necesario para una vida plena. Por tanto, prefiero ser una persona limitada antes que perderme en las vaguedades de ciertas filosofías.

El ser humano, aunque limitado, es lo mejor de la creación. ¡Cuánto valor tiene! ¿Somos capaces de verlo? De cómo abracemos nuestra realidad dependerá la felicidad que experimentemos.

La grandeza del hombre es que, a pesar de su pequeñez, anhela el infinito: es la búsqueda de la razón última que da sentido a la vida. Ojalá aprendamos a vivir con calma y paz nuestra existencia, limitada pero valiosa, por el hecho de ser polvo en medio del universo, pero criatura soñada y amada por el Creador, un Dios personal que nos ama desde nuestra concepción hasta nuestro reencuentro con la Vida.

Joaquín Iglesias

4 octubre 2014 – San Francisco de Asís