domingo, 25 de enero de 2015

Sed de infinito

Día de Reyes. Al anochecer salgo a pasear por la playa. La luz estridente de las farolas rompe la negra suavidad de la noche, centelleando a lo largo del paseo marítimo. De pronto, la luna emerge sobre el mar. Asciende velada por la niebla, inmensa y de color ámbar, por el mismo lugar que, en la mañana, ve salir el sol. Es como si en medio de la noche quisiera emular el reflejo del astro diurno con ese insólito fulgor anaranjado.

Contemplo con asombro esa esfera colorada sobre el mar y se me ensancha el corazón. Disfruto de la espléndida luna roja, agradeciendo al cielo el regalo que me hace esta noche. Y me doy cuenta de que parte de nuestro yo interior necesita el silencio, el sosiego y la calma para sumergirse en el misterio que hay detrás de cada expresión de belleza.

En medio del cosmos, el ser humano es una criatura llamada a la vocación contemplativa. Las ansias de infinitud aumentan, crecen los deseos de desentrañar los misterios que lo envuelven. Cuando la mente se aquieta está preparado para escuchar a Dios, que le invita y le guía a contemplar un hermoso paisaje que le hace enmudecer. Los horizontes que se abren ante él le fascinan. Y él se convierte en un paisaje vivo que ilumina a muchos otros que, aún sin saberlo, tienen sed de trascendencia y buscan respuestas ante los interrogantes de su vida.

Necesitamos salir de la miopía interior, salir de nuestra pequeña visión del mundo y mirar más allá de nosotros mismos. Contemplando el cielo esta noche percibo con más nitidez la realidad en la que vivo. Observo matices, detalles, colores; palpo texturas, escucho los sonidos, huelo. Mi capacidad sensorial aumenta. No hablo solo de los sentidos, sino de la percepción desde el corazón. La retina del alma ve en tres dimensiones: todo se agudiza y uno llega a penetrar en lo más hondo de la realidad.

Cuando el hombre huye del frenesí y se sumerge en un silencio contemplativo, se inicia un diálogo con su yo más profundo. Sintiéndose tan pequeño ante la grandeza del universo, se abre a la comunicación con el Creador. En el esplendor de la belleza, Dios nos envía un mensaje. Contemplando la luna sobre el mar me siento sobrecogido ante la inmensidad de su amor. En ese cielo, en esa luna que se vuelve dorada, hay mucho más que estructuras atómicas. En los caminantes que pasean hay más que sistemas físicos y emocionales. Dentro de cada ser humano palpita un alma que le impulsa a salir de sí mismo para encontrar la razón vital de su existencia.

Cuando regreso a casa, más tarde, salgo al patio antes de ir a dormir. Miro de nuevo el cielo, la luna completamente llena y ya blanca, posada sobre el campanario. Nunca me cansaré de contemplarla. Hoy, en esta noche de Reyes, la luna ha sido para mí una estrella que me ha guiado hacia una nueva experiencia de oración. 

domingo, 11 de enero de 2015

Miedo a amar

Un deseo innato

Todos deseamos amar y ser amados. Es un anhelo que sale de lo más profundo de nuestro corazón. Desde niños tenemos la necesidad de sentir que alguien nos mime, nos quiera, nos dé seguridad. El amor a los padres, a los hermanos, a los amigos y profesores ha dejado poso en nuestra vida. Los amigos de la infancia, con quienes hemos sentido una enorme complicidad, han marcado nuestra primera experiencia de amor. Dentro de nosotros hay una tendencia natural a descubrir los secretos de esa misteriosa conexión que nos hace vibrar y crecer.

De jóvenes, en la adolescencia, entran en juego las emociones y sentimientos, y damos más valor que nunca a la amistad. La confianza nos empuja a iniciar aventuras afectivas. Con el tiempo las relaciones se estrechan y se crean vínculos de mayor calado y compromiso. No por ello deja de ser una etapa de contradicciones internas y mucha inseguridad. Las relaciones están basadas en las necesidades afectivas durante el paso de la pubertad hacia la adultez; necesitamos soportes emocionales que nos den seguridad.

Ya adultos, de una amistad de camaradería pasamos a relaciones definitivas de compromiso con alguien con quien crecer y compartir la vida para siempre. Esto exige un plus de generosidad por ambas partes, algo a lo que quizás no estamos acostumbrados. Pasar de una aventura de verano a un firme compromiso que vincule para siempre supone dar un gran salto que va a requerir una mayor dosis de realismo y de amor. Implica más entrega, comprensión, diálogo y capacidad de convivencia. En definitiva, una mayor madurez en las relaciones interpersonales.

Cuando el fuego languidece

Pero, ¿qué ocurre? Todos deseamos amar y ser amados. Pero con frecuencia las relaciones se rompen al cabo de un tiempo y ese deseo innato que llevamos dentro lentamente se va apagando. La potencia amorosa de los inicios pierde vigor y poco a poco se va desvaneciendo la fuerza que un día salía como fuego incontrolable. ¿Qué ha pasado? Cuando somos jóvenes parece que nos falte el aire y anhelamos con intensidad el amor. Llega la adultez y todo empieza a hacerse demasiado pesado: pesa la responsabilidad, el compromiso se convierte en una carga que pide entrega y sacrificio; la convivencia se vuelve insoportable, el diálogo languidece y se cae en un estado de supervivencia. ¿Dónde está la frescura de los inicios?

Cuando los miembros de la pareja se adentran en la esencia más genuina del amor, les da vértigo un compromiso que significa donación y entrega sin límites, de por vida. Ya no es un amor de la infancia, que es más un deseo de sentirse seguro, ni un amor adolescente, que en el fondo es un descubrimiento de la propia identidad sexual y personal. Aunque en esa etapa se forjen relaciones importantes, todavía no podemos hablar de un amor maduro.

Cuando se llega a la madurez, el sí a otra persona ayuda a descubrir el verdadero rostro del amor. Ya no se trata de una relación basada solo en la química, en las emociones y los sentimientos; no es una relación pasajera, ni motivada por intereses económicos; no es un intercambio, un trueque. El amor de verdad exige darlo todo, y esto da miedo.

Es entonces cuando asusta dejar a un lado el “yo” para volcarse en el otro; es entonces cuando se tiene que aprender con realismo que el amor auténtico no excluye los defectos ni los límites, y que esto forma parte de la realidad humana. Es entonces cuando la convivencia corre el peligro de volverse aburrida, uno se instala en el tedio y sobrelleva como puede su vida conyugal. O puede ser que inicie una doble vida, viviendo relaciones paralelas, o que se lance a una huida sin meta, dando vueltas sobre sí mismo sin llegar a ningún sitio. En algún caso la convivencia se hace tan dura que se puede llegar a situaciones de violencia incontrolada que, finalmente, rompen la relación y el compromiso. Cuando desaparece el deseo de hacer feliz al otro empieza el camino del sinsentido.

Un acto de libertad

Y me pregunto: cuando una pareja decidió amarse, ¿sabía realmente a lo que se exponía? ¿Se lo planteó como algo para siempre? ¿Fueron educados ambos en la libertad del amor? ¿Fueron al matrimonio asumiendo las consecuencias de un acto libre? ¿Sabían que iniciaban una hermosa aventura? Las modas, el cine, la publicidad y ciertas ideologías han manipulado la imagen del matrimonio, distorsionando su sentido más genuino. Lo cierto es que sin corazón, inteligencia, libertad y responsabilidad no se puede iniciar una experiencia humana de este calibre. El matrimonio culmina un paso definitivo hacia toda una vida juntos. Y para esto hace falta más que ganas de cubrir una necesidad emocional, afectiva y sexual. Se requiere más que una sintonía, gustos parecidos o inquietudes similares, más que un acoplamiento de carácter y afinidades. El amor necesita coraje, entusiasmo, fuerza, pasión y libertad. Atrevimiento para surcar zonas desconocidas de nuestro ser y lanzarse sin temor al encuentro del tú, hasta llegar a explorar los repliegues de su corazón con una actitud de continua sorpresa y asombro. Lejos de tener miedo al amor hemos de aprender a descubrir su verdadero rostro.

El otro se convierte en cauce de felicidad cuando descubrimos que, entregándonos de verdad estamos culminando un deseo innato, que brota de lo más profundo de nuestro ser. Quizás tenemos miedo a perder nuestra identidad, nuestro “yo”, nuestra libertad… Al contrario, amar no quita nada de nuestra esencia, sino que nos potencia y nos construye como personas.

Cuando el ser humano, iluminado por la luz del amor, está por encima de las dependencias, descubre paisajes desconocidos hasta llegar a la cima de la plenitud amorosa: convertirse el uno en el otro, llegar a una fusión tal que solo queda espacio para Dios entre ambos. Y esto hace que el amor sea invencible y traspase todos los límites. El amor eterno se inicia aquí, en la tierra, y trasciende para continuar en la eternidad. Amar así es hacer un cielo en la tierra.

No temamos, desde la cúspide de nuestra existencia, a lanzarnos al mayor de los retos: penetrar en el misterio más profundo del otro ser. En él encontraremos nuestra auténtica identidad, nuestro yo. Solo así podremos decir que ya no es que solo ame como un acto, sino que me convierto en amor puro, lo más cercano a Dios.

jueves, 1 de enero de 2015

Los pájaros cantan en invierno

El sol está a punto de salir en el horizonte. Una luz dorada ilumina el tenue azul del cielo que clarea. Bajo la bóveda celeste, el frío arrecia y ya se presiente la etapa más dura de la estación invernal. Los árboles se van desprendiendo de su follaje ocre de otoño y sus ramas quedan desnudas. La morera tiene otro ritmo, y aunque el frío también la sacude, sus hojas caen más lentamente y aún cubren las esbeltas ramas. Pero la gelidez va marchitando las hojas, que se depositan por el patio.  Las plantas se adormecen lentamente, aunque las que crecen en la parte de sol aún se muestran lozanas.

El invierno también tiene su belleza y su significado, simbólico y ambiental. El invierno nos enseña a recogernos, a hacer menos, a descansar, a cuidarnos y a meditar. Nos invita a ahondar en el tuétano de nuestra existencia. La humedad y el frío nos empujan a buscar el calor del hogar. Y las hojas que caen nos recuerdan que también nos tenemos que ir liberando del ropaje de nuestra alma hasta llegar al yo desnudo y asumir que, en el proceso de madurez espiritual necesitamos dejar atrás cargas innecesarias: el orgullo, que nos engrosa y empequeñece el espíritu, las influencias sociales, culturales, las modas… Ver el patio sin el color y el brillo de la primavera me hace pensar en la humildad de nuestra condición humana. Por nuestra naturaleza necesitamos escalar hacia adentro para llegar a la única meta a la que está llamado el ser humano: alcanzar la plenitud de su madurez, divinizarse con Dios.

El paisaje de invierno me recuerda también la noche oscura de nuestros místicos, cuando su interior se seca y buscan respuestas desde el gemido angustioso de su corazón. Buscan la luz en sus tinieblas, y la ausencia y el silencio del Amado se les hacen insoportables. Como a Jesús en Getsemaní, el vacío, el silencio, la decrepitud interior amargan el sabor de su saliva y beben el cáliz de una terrible soledad. Su alma en pleno desierto clama por el agua fresca que sale del corazón del Amado.

Muchos días contemplo así el patio. Las hojas quemadas por el frío yacen en el suelo, y el sol impávido se esconde. Las semillas y las flores desaparecen, y las ramas, hundidas en sus raíces, esperan pacientemente la fuerza de un nuevo brote.

Una mañana, temprano, cuando salí al patio, me asombré al ver una rosa abierta y solitaria. Llena de fragancia, su color carmesí rompía con los tonos apagados del resto del patio. ¡En pleno invierno! Al mismo tiempo, una bandada de pájaros saltaba de una acacia a otra, piando alegremente, como una orquesta. Sus volteretas y sus giros en el aire componían una bella danza, cautivadora y vivaz: bailaban ante el nuevo día.

Una rosa había brotado en medio del suelo, sorteando los latigazos del frío y la sequedad, surgiendo de un lugar aparentemente infecundo. Mi aliento formaba nubes blanquecinas, hacía frío. Pero en medio de la crudeza del invierno también puede emerger el perfume de una flor. Y pensé que en el invierno de nuestra alma también puede florecer una rosa. En la noche más oscura de la existencia unas gotitas de perfume de Dios lo hacen presente, en su aparente ausencia. Suavizan la sequedad del corazón, y una música interior nos susurra: en la soledad más absoluta Dios está presente, tan dentro de ti que puede ser imperceptible. Pero está ahí.

Dios estaba con Jesús en su agonía. Él nunca cayó en la tentación de la desconfianza y la duda. Aunque a veces parezca que nos secamos por dentro, siempre hay una rosa a punto de florecer en nuestro interior, y unos pájaros que nos recuerdan que también en invierno se puede cantar.

Dentro de uno mismo hay una fuerza inusitada que nos hace invencibles, capaces de sobrevivir al frío del alma y la sequedad del corazón. Porque el ser humano es lo que más se parece a Dios, el Fuego vivo que no se apaga y la Fuente que nunca se agota.