Un deseo innato
Todos deseamos amar y ser amados. Es un anhelo que sale de
lo más profundo de nuestro corazón. Desde niños tenemos la necesidad de sentir
que alguien nos mime, nos quiera, nos dé seguridad. El amor a los padres, a los
hermanos, a los amigos y profesores ha dejado poso en nuestra vida. Los amigos
de la infancia, con quienes hemos sentido una enorme complicidad, han marcado
nuestra primera experiencia de amor. Dentro de nosotros hay una tendencia
natural a descubrir los secretos de esa misteriosa conexión que nos hace vibrar
y crecer.
De jóvenes, en la adolescencia, entran en juego las
emociones y sentimientos, y damos más valor que nunca a la amistad. La
confianza nos empuja a iniciar aventuras afectivas. Con el tiempo las
relaciones se estrechan y se crean vínculos de mayor calado y compromiso. No
por ello deja de ser una etapa de contradicciones internas y mucha inseguridad.
Las relaciones están basadas en las necesidades afectivas durante el paso de la
pubertad hacia la adultez; necesitamos soportes emocionales que nos den
seguridad.
Ya adultos, de una amistad de camaradería pasamos a
relaciones definitivas de compromiso con alguien con quien crecer y compartir
la vida para siempre. Esto exige un plus de generosidad por ambas partes, algo
a lo que quizás no estamos acostumbrados. Pasar de una aventura de verano a un
firme compromiso que vincule para siempre supone dar un gran salto que va a
requerir una mayor dosis de realismo y de amor. Implica más entrega,
comprensión, diálogo y capacidad de convivencia. En definitiva, una mayor
madurez en las relaciones interpersonales.
Cuando el fuego languidece
Pero, ¿qué ocurre? Todos deseamos amar y ser amados. Pero
con frecuencia las relaciones se rompen al cabo de un tiempo y ese deseo innato
que llevamos dentro lentamente se va apagando. La potencia amorosa de los
inicios pierde vigor y poco a poco se va desvaneciendo la fuerza que un día
salía como fuego incontrolable. ¿Qué ha pasado? Cuando somos jóvenes parece que
nos falte el aire y anhelamos con intensidad el amor. Llega la adultez y todo
empieza a hacerse demasiado pesado: pesa la responsabilidad, el compromiso se
convierte en una carga que pide entrega y sacrificio; la convivencia se vuelve
insoportable, el diálogo languidece y se cae en un estado de supervivencia.
¿Dónde está la frescura de los inicios?
Cuando los miembros de la pareja se adentran en la esencia
más genuina del amor, les da vértigo un compromiso que significa donación y
entrega sin límites, de por vida. Ya no es un amor de la infancia, que es más
un deseo de sentirse seguro, ni un amor adolescente, que en el fondo es un
descubrimiento de la propia identidad sexual y personal. Aunque en esa etapa se
forjen relaciones importantes, todavía no podemos hablar de un amor maduro.
Cuando se llega a la madurez, el sí a otra persona ayuda a
descubrir el verdadero rostro del amor. Ya no se trata de una relación basada
solo en la química, en las emociones y los sentimientos; no es una relación
pasajera, ni motivada por intereses económicos; no es un intercambio, un
trueque. El amor de verdad exige darlo todo, y esto da miedo.
Es entonces cuando asusta dejar a un lado el “yo” para
volcarse en el otro; es entonces cuando se tiene que aprender con realismo que
el amor auténtico no excluye los defectos ni los límites, y que esto forma
parte de la realidad humana. Es entonces cuando la convivencia corre el peligro
de volverse aburrida, uno se instala en el tedio y sobrelleva como puede su
vida conyugal. O puede ser que inicie una doble vida, viviendo relaciones
paralelas, o que se lance a una huida sin meta, dando vueltas sobre sí mismo
sin llegar a ningún sitio. En algún caso la convivencia se hace tan dura que se
puede llegar a situaciones de violencia incontrolada que, finalmente, rompen la
relación y el compromiso. Cuando desaparece el deseo de hacer feliz al otro
empieza el camino del sinsentido.
Un acto de libertad
Y me pregunto: cuando una pareja decidió amarse, ¿sabía
realmente a lo que se exponía? ¿Se lo planteó como algo para siempre? ¿Fueron
educados ambos en la libertad del amor? ¿Fueron al matrimonio asumiendo las consecuencias
de un acto libre? ¿Sabían que iniciaban una hermosa aventura? Las modas, el
cine, la publicidad y ciertas ideologías han manipulado la imagen del
matrimonio, distorsionando su sentido más genuino. Lo cierto es que sin
corazón, inteligencia, libertad y responsabilidad no se puede iniciar una
experiencia humana de este calibre. El matrimonio culmina un paso definitivo
hacia toda una vida juntos. Y para esto hace falta más que ganas de cubrir una
necesidad emocional, afectiva y sexual. Se requiere más que una sintonía,
gustos parecidos o inquietudes similares, más que un acoplamiento de carácter y
afinidades. El amor necesita coraje, entusiasmo, fuerza, pasión y libertad.
Atrevimiento para surcar zonas desconocidas de nuestro ser y lanzarse sin temor
al encuentro del tú, hasta llegar a explorar los repliegues de su corazón con
una actitud de continua sorpresa y asombro. Lejos de tener miedo al amor hemos
de aprender a descubrir su verdadero rostro.
El otro se convierte en cauce de felicidad cuando descubrimos
que, entregándonos de verdad estamos culminando un deseo innato, que brota de
lo más profundo de nuestro ser. Quizás tenemos miedo a perder nuestra
identidad, nuestro “yo”, nuestra libertad… Al contrario, amar no quita nada de
nuestra esencia, sino que nos potencia y nos construye como personas.
Cuando el ser humano, iluminado por la luz del amor, está
por encima de las dependencias, descubre paisajes desconocidos hasta llegar a
la cima de la plenitud amorosa: convertirse el uno en el otro, llegar a una
fusión tal que solo queda espacio para Dios entre ambos. Y esto hace que el
amor sea invencible y traspase todos los límites. El amor eterno se inicia
aquí, en la tierra, y trasciende para continuar en la eternidad. Amar así es
hacer un cielo en la tierra.
No temamos, desde la cúspide de nuestra existencia, a
lanzarnos al mayor de los retos: penetrar en el misterio más profundo del otro
ser. En él encontraremos nuestra auténtica identidad, nuestro yo. Solo así
podremos decir que ya no es que solo ame como un acto, sino que me convierto en
amor puro, lo más cercano a Dios.