sábado, 28 de marzo de 2015

Abrazar el pasado

Todos tenemos una curiosidad innata por conocer nuestros orígenes. El rastreo para descubrir los entresijos que hicieron posible nuestro nacimiento motiva una minuciosa búsqueda. Queremos saber más sobre nuestros progenitores, su contexto social, histórico y familiar, cómo, cuándo y dónde saltó ese chispazo que los llevó a fundirse en un apasionado abrazo, qué hizo posible su unión y el estallido de una nueva vida. La intensidad de ese encuentro hizo posible la historia de un nuevo ser completamente distinto, eso sí, con todo el peso de una herencia genética y familiar y con una historia como escenario de fondo. Una serie de acontecimientos hicieron posible que nuestros padres se unieran y pudieran perpetuar la estirpe, canalizando la fuerza vital que empuja a todo ser humano. Todos somos ramas de un árbol genealógico que ha ido creciendo en medio de un bosque, formado por miles de ancestros que forman una selva de árboles entrelazados.

Esta curiosidad por el pasado nos lleva a descubrir que, en nuestros orígenes, hay tantos encuentros como traumas. Enfermedades, dolor, fallecimientos, separaciones… Los claroscuros que tiñen nuestro árbol genealógico permanecen latentes en el subconsciente familiar. Así, nuestro ADN recibe las memorias de todos esos momentos de alegría y plenitud, de aciertos y errores, de sosiego y lucha tenaz, de éxitos y fracasos, de uniones y rupturas. Somos hijos de nuestros padres, nietos de nuestros abuelos y bisnietos de nuestros bisabuelos, descendientes de centenares de antepasados con todas sus bondades y sus lacras. Provenimos de ellos y nadie sale inmune de este laberinto. Los psicólogos hablan de los registros transgeneracionales que se comunican de padres a hijos. Las huellas del pasado nos marcan, pero también forman parte de la historia que ha hecho posible el milagro de nuestra existencia.  

Algunos eventos, por oscuros que sean, misteriosamente han sido necesarios para que llegáramos a nacer. Y, finalmente, todo ser humano es fruto del amor de dos células que se unen, originando una vida nueva de sorprendente belleza. Cuando hay vida es que el amor, a pesar de los dramas exteriores, ha vencido.

Posiblemente todos los que vivimos sobre este planeta estamos aquí gracias a una carambola cósmica. Entre los millones de espermatozoides que produjo nuestro padre solo uno llegó a unirse con el óvulo de nuestra madre. Hemos tenido la enorme suerte ―o providencia― de existir, con toda la carga de nuestros ancestros pero a la vez con nuestra propia y única identidad, irrepetible.

De la misma manera que no podemos negar nuestros vínculos familiares, fuertemente tejidos, tampoco podemos negar nuestra genuina identidad, que se va desarrollando a medida que crecemos y somos conscientes de nuestros rasgos inequívocos. En nuestra madurez aprendemos la difícil tarea de gestionar las hipotecas familiares y compaginarlas con el ejercicio de nuestra libertad, rasgo fundamental de todo ser humano. Desde la libertad aprendemos a vivir reconciliados con el pasado y sus adversidades, sin sentirnos culpables por lo que ocurrió antes de que naciéramos. Sí podemos desagraviar, con gestos de perdón y reconciliación, los hechos lamentables del pasado, para que en la medida de lo posible se puedan reparar situaciones de sufrimiento e injusticia. Solo cuando se aprende a abrazar con paz el pasado nuestro corazón se regenera y podrá arrojar luz a las generaciones venideras.

Tenemos un compromiso moral con nuestro entorno, con el mundo y con nuestra propia existencia. Aprender a amar y perdonar a nuestros ancestros y al que tenemos al lado es la condición necesaria para caminar hacia una fraternidad existencial. Todos somos hermanos en la existencia, más allá de las diferencias y los conflictos. La fuerza del amor atraviesa los vínculos biológicos y familiares. Somos parte de un todo en el cosmos: el hecho de existir y respirar nos iguala a todos ante un Creador amoroso que nos ha insertado en un hogar y lo ha dejado en nuestras manos para que lo cuidemos, lo protejamos y lo amemos, y así podamos desarrollar nuestra vida.

Después de haber cruzado el laberinto de nuestras raíces, y de haber podido acogerlas con una mirada de compasión, de aceptación serena, sentiremos cómo la gratitud nos llena, al mismo tiempo que el vértigo de saber que podríamos no haber existido nunca. Esta comprensión realista de nuestra historia y nuestro pasado hará que ese laberinto deje de ser una prisión para convertirse en una autopista hacia la plenitud, que nos permitirá avanzar y ser creativos y fecundos, reparando y dando vida allí donde no la hay.

Cuando acabes de leer este escrito, aunque tu corazón esté dividido, da gracias porque tu existencia es una atalaya en la montaña de la humanidad. El agradecimiento es la mejor terapia para la curación existencial. El pasado ya no será un lastre, sino una pista de lanzamiento para sobrevolar las cumbres inmensas que hay en ti. El pasado, el presente y el futuro convergerán para culminar tus anhelos más profundos. Una mirada sosegada hacia atrás, un presente sereno y realista harán posible construir un futuro lleno de paz y de sorpresas. No habrá barrera ni impedimento para que avances, porque al abrazar el pasado habrás dado los pasos necesarios para tu liberación.

Entonces darás un salto cuántico. Lograrás crecer, humana y espiritualmente. Y llegarás a la meta de todo ser humano: encontrar sentido a tu vida.

domingo, 22 de marzo de 2015

La hazaña de lo pequeño

La sociedad, la cultura y nuestro propio ego nos llevan a tener la necesidad de hacer grandes cosas. Se habla mucho, en el mundo intelectual, cinematográfico, literario, e incluso en el filantrópico, de grandes figuras que han dejado un legado a las generaciones venideras. Estas personas se han convertido en iconos ejemplares para muchos. Pero también es cierto que hoy día, si no haces nada de relevancia, con una proyección social y un reconocimiento público, o al menos en tus círculos, parece que no existas.

Es posible que el concepto del superhombre se haya inoculado profundamente en nuestra cultura. Los movimientos de la psicología transpersonal y algunas teorías de la Nueva Era nos pueden llevar a la soberbia de creernos semidioses. Un desenfoque de la física cuántica lleva a afirmaciones que aseguran que el control de la mente nos permite actuar como seres divinos. Lo que piensas, quieres y afirmas se puede hacer realidad de inmediato. Esto tiene profundos riesgos, porque la mayoría de personas no lo consiguen, con lo cual se genera en ellas un estrés y una angustia que los lleva a sentirse culpables e incapaces. ¿Será que no lo desean lo bastante? ¿Qué se interpone entre la persona y sus sueños?

Los nuevos gurús de la comunicación son expertos en manipulación social. Utilizan recursos  psicológicos para hacerte creer que lo puedes todo y que el universo te dará todo lo que le pidas. Da una orden a tu mente y tus deseos se cumplirán. Muchas personas que siguen estas ideas viven una vida acelerada, llena de inquietud y tensiones, pero no siempre consiguen sus objetivos. Van corriendo de un lugar a otro porque nunca llegan y todo es insuficiente. El reloj marca las horas sin piedad y atiborran su agenda hasta el tope. El móvil suena, el whatsapp bombardea con sus avisos, tenemos la carpeta llena de mensajes, hay que responder a todo… Las metas se hacen inalcanzables y la autoexigencia aumenta. Estamos agotados, caemos enfermos, pero nuestra mente sigue acelerada y no sabemos desconectar. Estamos aquejados de un exceso de comunicación que nos invade como un tsunami. Tanta información nos desborda y se producen lagunas en nuestro cerebro, incapaz de asimilar tanto en tan poco tiempo. Las sinapsis nerviosas se bloquean y la comunicación entre neuronas se corta. Esos lapsus, esa mente en blanco, indican que hay un grave peligro de estrés neuronal que puede amenazar nuestra inteligencia a corto y a largo plazo.

Y todo porque nos han enseñado que, por encima del ser, lo más importante es el hacer. Tenemos grabado en nuestra memoria colectiva el imperativo de rendir más y nos volvemos adictos al hacer, hacer y hacer. ¡Cuánta soberbia!

Así es como, queriendo dejar huella de nuestras proezas, nos deshumanizamos. Pensamos que lo que somos es insuficiente y queremos exprimir nuestro tiempo hasta un límite absurdo, poniendo en riesgo nuestra salud y nuestra vida. No hemos creído que lo más importante no es hacer, sino ser.

Sí, el hombre es capaz de cosas muy grandes. Nos asombra contemplar las mega estructuras que ha diseñado la mente humana: túneles que atraviesan el mar, rascacielos que se elevan como montañas, islas artificiales, satélites que danzan por el espacio, rodeando la Tierra. Para no hablar de los avances científicos, médicos y tecnológicos. En muchos sentidos, se está rindiendo un culto casi idolátrico a las ciencias, y esto aleja al hombre de su propia realidad. Se transgreden los límites de la ética solo porque alguien quiere que nos sintamos como dioses.

Pero somos humanos. Asumir nuestra radical pobreza es la clave para nuestra salvación. Y solo desde la humildad podemos emprender la gran hazaña de nuestra vida, que no es otra cosa que dar valor a lo pequeño.

Somos tierra: nos hemos alejado de nuestra realidad intrínseca, natural y humana. Necesitamos estar pegados a la humedad de la tierra, necesitamos descansar, dormir, pasear, meditar, huir del ruido, de la polución y del frenesí. La única aventura que dará sentido a nuestras vidas será el viaje a nuestro pequeño corazón. Solo así descubriremos nuestra propia y auténtica identidad, nuestra conexión con la tierra y nuestra apertura a la trascendencia, es decir, nuestra vocación contemplativa.

Esto es lo único que hace grande al hombre: su pequeñez, su sencillez. Solo de esta manera puede establecer relaciones armónicas y plenas con los demás y con el mundo que le rodea, sin estrés, siendo creativo en aquello que le gusta. Orientado hacia su propia vocación, no corriendo por la vida sino deslizándose con suavidad, disfrutando de aquello que ama, de aquello que quiere, y confiando en aquello que hace porque sale de su ser más profundo, silencioso.

Cuando uno descubre que lo más fecundo no son sus obras, sino su silencio, aprenderá a surcar los hermosos paisajes interiores del corazón. Hoy, la gran hazaña es hacer menos y ser más. Hoy el héroe no será tanto un activista como un contemplativo. Hoy la proeza no es luchar, sino danzar con la vida. Y la grandeza germinará en lo pequeño.

domingo, 8 de marzo de 2015

Cuando Dios te arrebata

Hace veintiocho años recibí el orden sagrado del sacerdocio, momento culminante de una larga etapa que se inició quince años antes.

Una búsqueda incesante

Como todo joven, buscaba razones que pudieran colmar mi anhelo más profundo de dar un sentido a mi vida. Buscaba y buscaba respuestas, pues no me conformaba con vivir una vida como tantas, arrastrándome, sin alicientes. Quería huir de la comodidad de entrar en un ritmo a modo automático, sin saborear el devenir, sin asumir riesgos y dificultades. Esa perspectiva no me llenaba. No es que no supiera valorar lo que hacían mis amigos. Pero sentía una fuerza arrolladora dentro de mí que me empujaba a salir de aquella rueda de patrones y esquemas sociales y familiares. Estaba bien, pero mi alma buscaba más. Quería dar cauce a ese río interior, esa corriente misteriosa que me arrebataba hacia un destino desconocido. Tenía la necesidad irresistible de lanzarme al abismo: quería volar, aun sin tener la certeza de que todo lo que sentía era algo lógico y racional. Fue entonces cuando decidí zambullirme en esas aguas y nadar hacia ese horizonte lleno de interrogantes. No me importaba afrontar la amargura de un error ni quedarme exhausto en medio del recorrido; necesitaba confiar en alguien más que en mis propias fuerzas. Lo que tenía claro es que me lanzaba sin medir mi capacidad de resistencia, pero un viento interior me empujaba. Empecé a mover, no solo las manos y los pies, sino todo mi corazón, entregándome a la gran travesía de mi vida.

Le dije sí a Dios. Quería ser instrumento suyo, estaba dispuesto a todo y, más allá de mi voluntad, quería dejarme llevar por sus alas. Quería abandonarme en sus manos y le dejé que fuera el gran artífice de esta nueva aventura. No quería que fuera una historia voluntarista mía, sino su historia: la historia de un Dios que busca incansablemente porque no puede dejar de amar y desear que seamos capaces de responder a tanto derroche de amor.

Me abrí completamente y decidí, para siempre, poner mi vida en sus manos. El Señor de la historia haría converger momentos, lugares, personas y situaciones para empezar a tejer la historia de una vocación. Y así fue.

Un lugar, unas personas, unas circunstancias. Mi alma anhelaba que su mecha interior se encendiera y conocí, a través de unos amigos, a un sacerdote. Mi encuentro con él en una ermita, con un grupo de jóvenes, marcó ese momento histórico. Celebraciones litúrgicas, catequesis, convivencias… Este sacerdote, entusiasta, me interpeló. Todo parecía encajar en mi vida, todo cobraba un sentido y la realidad adquiría una densidad insólita. Estaba en el amanecer de un día nuevo. Mi corazón se ensanchaba y mis inquietudes se desvanecían. Una calma desconocida invadía mi alma. Empecé a encontrar respuestas. Fue como vivir un enamoramiento: pasión, fuego, libertad, gozo incesante. Mi vida se coloreaba como nunca y sentí que mis deseos más profundos empezaban a colmarse. Ya no preguntaba, solo disfrutaba de una certeza íntima: sentía que Dios me llamaba a algo grande, algo que yo jamás me había planteado, ni siquiera imaginado. Pero estaba dispuesto a aceptar lo que fuera. Ya le había dicho que sí.

Un sí para siempre

Aspiraba a ser un buen cristiano en mi ambiente, un hombre comprometido y entregado. Pero llegó un día, el cuatro de agosto, y aquel sacerdote amigo, responsable de los jóvenes de la ermita, mantuvo una larga conversación conmigo. Cuando nos despedimos, caminando por la Rambla de Catalunya, delante de la parroquia de San Raimon de Penyafort, donde él tenía que hacer una misa, me hizo la gran pregunta: ¿Has pensado ser sacerdote?

Le respondí que nunca lo había pensado; su pregunta me desconcertó. Pero, de pronto, la llamada se concretaba en algo muy claro y rotundo. El miedo y la alegría se mezclaron con la inseguridad y la certeza. Había llegado el momento decisivo. Allí tenía la respuesta a mi larga búsqueda, sin saber el alcance de todo lo que significaba. Allí estaba, delante de aquel sacerdote, con el corazón estallando. Mis palabras fueron parcas. Sentía que Dios finalmente me arrebataba el corazón y que, rendido a su dulzura, se apoderaría de él para siempre. Había buscado sin saber que Dios lo pide todo, pero también lo da todo.

Nos despedimos con un fuerte abrazo. Una semana después le confirmé mi sí. Desde aquel momento mi vida cambió. Dejé de ser aquel adolescente inquieto para convertirme en un joven adulto que trece años después se ordenaría como sacerdote. ¡Qué sorpresa y qué desafío! Un regalo que jamás había esperado culminaba mi búsqueda convirtiéndome en la imagen de otro Cristo. Desbordado ante tanto don no dejo de estar agradecido, pues nunca más me he sentido perdido ni vacío. Desde entonces siento una felicidad inagotable que ninguna circunstancia, por más dolorosa que haya sido, ha podido oscurecer.

Un día siete de marzo, en la parroquia de San Isidoro de Barcelona, fui ordenado por el arzobispo Jubany. Así empecé a caminar como mensajero de la buena nueva, preparado para el segundo paso definitivo: presidir, como presbítero, una comunidad, velando y cuidando sus almas como pastor al frente de un pequeño rebaño de Dios en medio del mundo. Mi vida dejó de estar centrada en mí mismo para volcarme totalmente a los demás. De la dulzura de un hermoso romance con Dios pasé a ser pescador de hombres, cercano a las gentes, con una única misión: comunicarles cuánto los ama Dios.

Esta es la razón de mi sacerdocio: propiciar un encuentro de Dios con el hombre. Y que este descubra que solo en Dios será plenamente humano y solo en él encontrará la razón de su vida. Llevo veintiocho años empeñado en esta tarea, he pasado por más de diez comunidades sin desfallecer en mi cometido y puedo decir que el vigor, la alegría, el entusiasmo, no solo no han disminuido, sino que veintiocho años después el fuego del Espíritu recibido en la ordenación sigue quemando, con más intensidad, porque no es un fuego que te consume. Como la zarza ardiendo ante Moisés en su llamada a liberar a Israel del faraón, no es un fuego que te volatiliza, sino que te hace renacer cada día. Una vocación alimentada por el soplo del Espíritu siempre está viva.