domingo, 30 de agosto de 2015

El brillo de la luna sobre el mar

El verano está muy avanzado y la mañana es fresca. Sobre las ramas de las acacias cantan algunos pajarillos que me hacen de despertador. Más allá del patio, en la biblioteca de la universidad, el sol acaricia la cima del edificio dándole un tono rojizo. Todo está en calma. Algunas hojas amarillas de la morera han caído, alfombrando el suelo alrededor de la mesa donde me siento a escribir. La belleza matinal, con sus melodías y su textura, se despliega, dejando intuir el rostro de su Creador.

El sosiego me invita a meditar sobre el paseo que di al atardecer, el día antes, caminando hacia el mar. Los rayos de sol se iban apagando y el matiz suave de los colores iba anunciando la llegada del crepúsculo. Sobre el mar, el cielo se teñía de tonos pastel azulados sobre el gris del mar en calma.

Al amanecer, ese mismo día, había paseado por el campo, en tierras de Ponent, respirando el frescor del rocío en los valles cubiertos de robles y encinas. Allí fui testigo del nacimiento de un nuevo día. Contemplé cómo el sol se deslizaba tras la montaña, lanzando sus primeros rayos y bañando el campo de color. Poco a poco fue ascendiendo, con luminosidad creciente, hasta elevarse sobre el cielo, radiante, con toda su fuerza.

Aunque muchas mañanas veo salir el sol, cada día es un espectáculo diferente, ofrecido por una mano amorosa que desea que mis sentidos puedan gozar de su creación. Recordé aquellos versos tan hermosos del canto de Débora: Sean los que te aman, Señor, como el sol cuando nace con toda su fuerza. Saborear y gustar las primeras caricias del sol es delicioso y di las gracias, respirando profundamente el oxígeno fresco de la mañana.

Esto lo meditaba de noche, sentado frente al mar, mientras la luna se reflejaba en las pequeñas olas, formando un sendero luminoso hacia mí. El sol de la mañana lo bañaba todo; la luna de la tarde trazaba un camino de luz sobre las aguas. Otro hermoso espectáculo natural: el suave celeste del firmamento sobre el mar plateado.

Miraba y remiraba sin cansarme, extasiado, y meditando. Comparé el oleaje con la humanidad, bañada por la luz de la luna. Y también lo comparé con la vida de cada hombre, bañada por la luz divina. Esta luz atraviesa toda la existencia humana. La luna se convierte en un faro que indica el camino hacia un nuevo horizonte. Aunque a veces nuestro mar interior se oscurezca, siempre brillará una luz, aunque sea pequeña, que disipará la angustia y la oscuridad. El hombre tiene un camino trazado hacia la luz, dependerá de su voluntad y su libertad que se oriente hacia ella y dé sentido a su existencia.

Cuanto más oscurecía el mar, más aumentaba la claridad. A veces podemos sentir que nuestra alma también se oscurece, pero misteriosamente la luz de Dios se torna más intensa y las aguas interiores clarean. Es como si el hombre, junto a sus contradicciones internas, tuviera una capacidad para discernir que más allá de sus fuerzas hay un rescate; en su destino brilla la esperanza.

Ante la inmensidad de su océano existencial, el hombre no acaba perdiéndose, como pensaban los existencialistas ateos. Para ellos, el hombre es un náufrago obligado a navegar por una existencia absurda. Pero la realidad es que en su interior el ser humano posee una fuerza desconocida que lo empuja a abrirse al misterio, más allá de la razón. Está concebido como criatura de Dios. Pese a sus incertezas, está llamado a vivir en la luz de la trascendencia. Esto es lo que constituye la esencia de la vida: mirar al infinito y buscar respuestas ante sus profundos interrogantes.

Frágil y pequeño ante la inmensidad del mar, pero iluminado por un Creador amoroso, entiendo cada vez mejor a san Francisco, el pobre de Asís, enamorado de la creación. Llamaba hermano al sol, y a la luna hermana. Sentía la fraternidad cósmica entre él y las demás criaturas, todos hijos de un mismo Padre, y alababa a Dios por ello en su cántico.

¡Loado seas, Señor, porque nos has creado!

domingo, 23 de agosto de 2015

¿Metas inalcanzables?

Encontrar el propósito vital


Todos deseamos tener un propósito en la vida. Cuánto cuesta alcanzarlo. Las metas no tienen por qué ser solo en la línea profesional o económica. Muchos han logrado sus objetivos profesionales pero sienten que no van en la dirección correcta. Incluso disfrutan de un estatus social y económico, pero en su corazón hay un latido que no suena con el ritmo de la alegría. Se afanan por muchas cosas, pero no acaban de sentirse llenos, con esa paz que hace discernir lo que es realmente valioso en la vida. Lo tienen todo: reconocimiento, éxito, posición social, pero cuando se enfrentan al silencio una gotita de amargura escondida va agrietando su corazón.

Cuando reducimos el propósito de la vida al bienestar material y ponemos por encima de lo esencial lo que es accidental; cuando rendimos culto al trabajo, a la economía, al bienestar o al estatus social, nos hemos alejado del valor de lo sencillo, de la amistad, de la persona. Hemos olvidado la importancia de las relaciones, de lo emocional y lo espiritual. Vivir un divorcio entre lo que uno es y lo que está haciendo es renunciar a la propia identidad, que tiene que ver más con lo que se es que con lo que se hace.

El estrés laboral y profesional, las exigencias del mercado, muchas veces nos alejan de nuestro núcleo. Quizás es más fácil hacer lo que los otros quieren que asumir la libertad de la autoexigencia, que implica estar muy despierto para descubrir el auténtico propósito de nuestra vida. Nos dejamos arrastrar por el miedo al qué dirán, vivimos una dualidad constante. A veces nos falta voluntad, energía para afrontar un proyecto personal que implica darlo todo. Esto requiere estar alerta para aprovechar todas las oportunidades que surgen. Cualquier propósito implica madurez en las relaciones humanas, empezando por los vínculos más cercanos: esposo, esposa, padres e hijos, familiares, amigos, compañeros de proyectos…

Para alcanzar lo que tu alma anhela, es decir, tu propósito, has de tener claras las varias dimensiones del ser humano: física, emocional y mental. Sin ellas no podremos alcanzar la plenitud como personas.

La tríada del equilibrio


Nuestro cuerpo es importante: no podemos olvidar el cuidado y la atención de nuestras necesidades biológicas. La salud física es un barómetro que nos indica cómo estamos viviendo y si nuestro estilo de vida es acorde con lo que somos y sentimos. Muchas enfermedades y trastornos tienen su origen en un desajuste emocional o espiritual que se somatiza en un problema físico.

La dimensión mental nos aporta la riqueza del raciocinio y nos ayuda a enfocar nuestros esfuerzos. Las facultades intelectuales son grandes instrumentos a la hora de hacer realidad nuestros sueños y proyectos.

La dimensión emocional nos enriquece con sentimientos, emociones y pasión. Junto con la inteligencia, nos abre a una visión más amplia y trascendente de la vida, y nos ayuda a discernir nuestra vocación, desde nuestras habilidades y capacidades volcadas al servicio de los demás.

La dimensión emocional, psicológica, es importantísima, porque afecta a todas las demás y en especial a nuestras relaciones humanas. No podemos proyectar nuestro futuro sin un equilibrio en las relaciones. La solidez de este equilibrio es fundamental, ya que nuestras carencias emocionales nos quitan lucidez, pueden dificultar nuestro conocimiento de la realidad y, por tanto, impedirnos alcanzar nuestras metas.

En definitiva, alcanzar el gran propósito de tu vida pasa por armonizar las emociones con la razón; la experiencia con las ideas y creencias; pasa por integrar la dimensión ética y trascendente en el día a día. Armonizar esta triple dimensión: cuerpo, mente y corazón, ayuda a objetivar los anhelos más profundos del alma.

Descubriendo tu vocación


Solo así estaremos avanzando hacia el futuro, viviendo la realidad cotidiana como una auténtica vocación de servicio. Cuando el corazón se abraza con la razón en el espíritu estamos viviendo centrados en el eje de nuestra existencia. Todo tendrá su medida y su verdadera dimensión.

El hombre siente un profundo vacío existencial cuando no descubre que está llamado a mirar más allá de sí mismo. El sentido último de su vida es amar y eso es lo que le hace ser reflejo del Ser.

Sin este propósito el hombre se pierde, se frustra por dentro, su identidad se diluye y pierde referencias y valores hasta disiparse en la nada, cayendo en lo absurdo de la existencia. Vegetará anímicamente.

Pero con propósito el hombre levanta el vuelo, trasciende, surca nuevos horizontes. El miedo no lo paraliza, al contrario: lo empuja hacia nuevas metas. Una paz inquebrantable marca su rumbo hacia la plenitud de su ser. A todo lo que hace le encuentra sentido, por pequeño que sea. Respira, mira al cielo, agradece. Ha renunciado a la competitividad. Los otros ya no son enemigos. Los otros son una escuela en el camino de la madurez y del crecimiento interior.


Cooperar, servir, amar: esto ha de guiar todo anhelo de búsqueda, todo deseo ardiente del alma. Cuando aprendamos a mirar más allá de nuestros propios límites y necesidades sabremos que estamos por el buen camino. Ni los errores ni las malas experiencias nos impedirán lucir con dignidad la corona de nuestra existencia. 

domingo, 16 de agosto de 2015

El rostro del mal

Después de tantas noches calurosas, la lluvia de la tarde ha traído el frescor. Salgo al patio. Una suave brisa sopla entre las ramas de las acacias y la morera. Las hojas, cubiertas de gotas cristalinas, parecen adelantar el rocío de la mañana. Sorteo algunos charcos que hacen de espejo del cielo y siento un gran bienestar.

El patio se ha convertido en un claustro. La noche es apacible y la calma se apodera de mí, invitándome a penetrar en el misterio. Viajo al interior de mi corazón, intentando digerir una densa experiencia: ¿tiene rostro el mal? Busco respuestas en el silencio de la noche. El gris plateado del cielo despide una tenue luz. No estoy totalmente a oscuras. El guiño de algunas estrellas parece hacerse cómplice de mi corazón en esta vigilia.

El silencio me lleva a territorios interiores desconocidos. Avanzo hacia a un nuevo horizonte, donde el alma y el corazón se unen como el cielo y el mar. Allí, desde lo más profundo de mi ser, doy alas a mis pensamientos.

Ver el mal cara a cara


Sobre el mal se ha vertido mucha tinta. Se ha hablado y escrito sobre él desde el punto de vista filosófico, teológico y moral, pues toca aspectos que afectan a toda la persona. Desde la teología se ha intentado dar respuestas al origen de esta realidad: el libre albedrío, la ruptura del hombre con Dios, el orgullo del ser humano, la obstinación y la resistencia a la verdad.

Los frutos del mal son múltiples y bien visibles: la desintegración moral de la persona, el culto desproporcionado al ego, la mentira como eje central de la vida, la calumnia y la difamación como herramientas destructoras, la rabia incontenible, la insensibilidad al dolor. El mal también se manifiesta de forma engañosa: a veces adopta un disfraz de apariencia bondadosa como estrategia para despistar, o se reviste de un discurso victimista y obsesivo para despertar simpatía. Como afirman muchos santos, cuántas veces el mal se aparece como un ángel de luz, cargado de argumentos razonables y aparentemente buenos. La sutilidad del mal puede manifestarse con actitudes de exquisita disponibilidad y aparente servicio desinteresado. Así es como consigue penetrar hasta donde quiere: el servicio se convierte en autocomplacencia y dominio sobre las personas y las cosas. El mal puede crear dependencia y hacerse necesario, pero poco a poco comienza a desprender un olor feo. Cuando la persona pretende que todo gire a su alrededor, convirtiéndose en el centro de todos y de todo es cuando el mal hace estragos. No tardan en surgir divisiones, luchas, celos, críticas, manipulaciones, odio enconado. El mal confunde, enfrenta y crea situaciones absurdas y dolorosas.

Pero cuando te topas frontalmente con el mal, los disfraces caen. Te quedas sin aliento y el alma se encoge ante la fealdad de su verdadero rostro. Impresiona vivir y tocar el mal de cerca, sobrecoge su capacidad mortífera de destrucción. Si uno no está centrado, puede paralizarlo y arrastrarlo por sus oscuros laberintos. Golpea allí donde más duele: en el centro del alma. La rabia se convierte en llamaradas de fuego que salen por la boca, incapaz de contener tanto odio, y abrasa hasta el tuétano. Es una experiencia dura recibir esos dardos envenenados. Hay que aprender a cerrar los ojos. La mejor manera de afrontar cara a cara el mal es no pelear con sus propias armas. A quien te dé una bofetada, muéstrale la otra mejilla. Jesús sabía muy bien lo que decía.

La verdad brilla


Pero los cristianos sabemos que la luz ha disipado la oscuridad; el bien ha vencido al mal. Es necesario templarse por dentro, abandonarse, perdonar y mantener la lucidez, pese a las muchas sombras. El sol siempre es más grande. La verdad acabará desenmascarando a la mentira. Dios protege y sostiene al justo y al que sufre. Él es su escudo y su baluarte. Da seguridad en el peligro y ayuda a afrontar toda experiencia humana.

La vida te moldea como el yunque dobla el hierro al rojo vivo, hasta que el alma aprende a centrarse en su eje. Es aquel espacio donde aprendes a crecer, a sufrir, a amar, a darte y a olvidarte de ti mismo para que los otros puedan emerger. Es el espacio para perdonar, escuchar, trascender y vivir en la frecuencia del Espíritu Santo. En definitiva, es el espacio para ser y culminar tu misión, que te ha sido entregada como don para que, libre, puedas palpar el dolor del abismo y la alegría de la luz. Solo así estarás preparado para el gran combate de la vida, sin dudar que siempre tendrás un gran Aliado.

sábado, 8 de agosto de 2015

La revolución del silencio

He pasado unos días en que he podido disfrutar de largas caminatas por el corazón de la Noguera, recorriendo distintos itinerarios por la cresta de los montes y por los valles del Montsec.

Al amanecer


Cada la mañana, temprano, salgo a caminar. La frescura del rocío atraviesa mi piel y me sumerge en un baño de oxígeno tonificante. El sol sale, majestuoso, por detrás de la montaña, como un diamante prendido en la cima. El bienestar invade todo mi cuerpo. Solo, en medio del paisaje, me siento como un Adán en el paraíso, acompañado por la cálida presencia del Autor de tanta maravilla. 

Todo amanece. Los primeros rayos del Sol dan vida y color a los árboles, al campo, a las montañas. Los riachuelos cantan entre los juncos y cientos de pájaros trinan en las arboledas. El día se despliega con toda su fuerza. A ambos lados del camino, los matorrales desprenden sus fragancias. Todo es bello, en el despertar. Poco a poco, el rey de las estrellas asciende, disipando la oscuridad. Respiro, dando gracias, oliendo, saboreando, acariciando el nuevo día, dejándome llevar por la suave brisa de la mañana. En esos momentos experimento que la vida es un regalo, y que todo me es dado. Respiro, miro a mi alrededor: estoy vivo y el perfume de la vida me penetra hasta el tuétano. Camino y siento el corazón de la tierra bajo los pies: soy parte de la belleza que me rodea, pero con algo más: la consciencia de saber que estoy allí, gozando de tanto don.

La fuerza del día


Más tarde, una excursión a la Vall d’Àger me lleva a serpentear por las cumbres, que se levantan como queriendo besar el azul del cielo. Desde allí contemplo el valle, un profundo abismo lleno de color. Si al amanecer el campo respiraba frescura y suavidad, a media mañana el sol se apodera de todo, bañándolo de luz. Sus rayos generosos tiñen el paisaje de colores intensos. Mi corazón late con fuerza, admirado ante tanta belleza. Me siento a descansar, mientras mi mente intenta asimilar lo que estoy contemplando y mi corazón se ensancha. Mi espíritu se eleva y un bienestar interior invade todo mi ser.

Al atardecer emprendo otra caminata al pueblo más cercano, bajo un sol despiadado que azota el camino. En medio del campo siento el crujir de mis pisadas, el movimiento de los músculos al caminar. A medida que la tarde declina los animales comienzan a salir de sus guaridas y animan el camino; los pájaros vuelven a piar. El calor me impide caminar con firmeza pero en mi interior siento que crece el amor hacia la naturaleza desbordante que me rodea, y me siento cómplice de un largo día donde he podido beber a sorbos la grandiosidad de la vida.

Atravesando la noche


Después de una restauradora y merecida cena, me dispongo a hacer la última caminata del día. Aunque el trayecto es más corto, la experiencia no es menos densa. Por la mañana el rocío cubre el campo y los pájaros revolotean saludando al sol naciente. La suave claridad del amanecer lo va invadiendo todo. Por la noche, en cambio, todo se apaga. De la explosión de colores pasamos a un juego de sombras. Todo matizado en suaves tonalidades de negro y gris. El poco resto de luz perfila las siluetas oscuras del paisaje. El aire nocturno juguetea con el reino vegetal. Pero al mirar al cielo veo un auténtico espectáculo, un mar de estrellas que vibran suspendidas en el firmamento, la última sinfonía del día. Distantes, a años luz de mí, danzan sobre mi cabeza y me desbordan de maravilla. La brisa ya no solo juega con las plantas, también juega conmigo, haciéndome sentir el latido de un día que se acaba. Y yo, un minúsculo animal racional frente a tanta belleza, intento ver con mi delicada retina más allá del cielo.  Adivino la presencia de Aquel que me ha puesto en la cima de su creación para que convierta la experiencia de la noche en un canto de oración; para que mis sentidos y mis emociones descubran que el único propósito del Creador hacia su criatura es que esta florezca, se abra y agradezca su existencia. Lo único que ha movido a Dios es el amor incondicional a su criatura preferida: el hombre. Y el propósito de ella, en la cumbre de su existencia, es agradecer a Dios todo cuanto le ha dado.

Emocionado, escucho mis pisadas por el camino de vuelta. El retorno me lleva al recogimiento, a la casa. El día se acaba. He de aprender a morir y sumergirme en el corazón de la noche, arropado en los sueños, hasta el nuevo amanecer.

Escuchando a mi corazón


Descansando por fin, no quiero cerrar los ojos sin antes dejar que el gran aliado que siempre me acompaña susurre a mi oído. Sentir su silencio me da una paz inmensa. Sí, el silencio lo transforma todo, restaurando las grietas que se abren en el corazón. Es el silencio que revoluciona pacíficamente la vida. Desde este silencio son muchas las gestas que pueden acometerse. Cuántas veces, cuando se habla de cambio, de revolución, la historia nos muestra el precio que los pueblos han pagado: dolor, muerte, enfrentamientos entre hermanos, violencia, odio, venganza, terror. Es necesario trabajar por los derechos y las libertades, pero hay una revolución previa que empieza en uno mismo. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo lo que nos aleja de nuestra esencia?

Esta es la auténtica revolución, la que se forja desde dentro de cada cual, la que persigue como meta alcanzar la libertad interior. El propósito no es el poder ni la ambición; la riqueza no es el valor absoluto. La auténtica revolución se da cuando convierto al otro en amigo, en hermano; cuando en mi horizonte, por encima de todo, está el amor incondicional. Pero esto solo se puede conseguir cuando se abren las puertas del corazón al silencio.

Desde el silencio veremos que los verdaderos revolucionarios empiezan dando valor a las pequeñas cosas de cada día. Este paso es el inicio de un tsunami interior. Sin ruidos, sin destrucción, incluso sin hacer nada, comenzaremos a conquistar las cotas más altas de la existencia.