El crepúsculo del día invita a cambiar de ritmo. La calma se
desliza a medida que se hace de noche. El ruido poco a poco se va alejando en
el ocaso de la jornada. Todo va adquiriendo otro cariz: la suavidad de la luz
va penetrando en el corazón. Ya estás a punto de dejarte mecer por el silencio.
Una lucidez interior va dando valor y sentido a los
acontecimientos del día. La melodía del silencio susurra en tu oído y se
apodera de ti una claridad. Desde la soledad aprendes a descubrir que el
silencio no es ausencia de ruido, sino un nuevo lenguaje que nos acerca al
misterio de la realidad, más allá de sus aspectos físicos y emocionales. El
silencio te acerca al sentido último de la existencia.
No hablo de un silencio absoluto y total, sino de un
lenguaje que no necesita palabras ni sonidos, sino certezas interiores; hablo
de una experiencia sobrenatural.
El silencio no es ausencia de comunicación: es sonido sin
ruido que expresa lo inenarrable. Me atrevería a decir que el silencio es el lenguaje
de Dios, y no hablo del lenguaje articulado, sino de una comunicación directa,
de corazón a corazón. El lenguaje de Dios no pasa necesariamente por la mente,
sino por el alma.
El silencio pide una actitud receptiva, que hace posible el
vacío primigenio donde no existen ruidos. Es necesario apagar los ruidos de
dentro para poder descubrir la omnipotencia de Dios haciéndose asequible. Su presencia
es tan real como la noche, como el aire, como el oxígeno invisible que
respiramos, como el calor del Sol, como la brisa que acaricia; tan real como mi
propia existencia, como el beso de dos enamorados.
Solo desde el silencio se puede saborear el placer de la
contemplación. Dios es una presencia suave y discreta, casi imperceptible, y
solo puedes llegar a sintonizar con ella cuando lo buscas en soledad. Solo así,
cara a cara con él, se puede iniciar un diálogo que tiene lugar en tu alma, en
tu corazón, en tu mente. No necesitas los oídos para escucharlo, ni los ojos
para verlo, ni el olfato para olerlo, ni el tacto para tocarlo.
Basta una fe atrevida que no necesita de la razón, una
certeza vital que va más allá de toda lógica. No es una presencia física, es
una certeza espiritual que se nos confiere por puro don revelado. Ahí está: no
es una sombra tras un árbol. Es una luz imperceptible que atraviesa el alma sin
pasar por los sentidos. Es una realidad viva que te invade, envolviéndote hasta
fundirte con él. Se mete por los poros y empiezas a saborear la divinidad: Dios
dentro de ti. No es que te conviertas en un dios; es que Dios se convierte en
ti: te revistes de trascendencia y te haces uno con él.
El silencio nos ha fundido. Dios respira en el hombre: es un
misterio que solo los místicos pueden entender. Es el abrazo del amado, hasta
llegar al éxtasis.
Saber escuchar el silencio es cerrar las puertas del mundo
y, en la soledad, aprender a descodificar ese silencio. Dios no para de comunicarse
con el hombre ayudándole a descubrir su auténtica dimensión: una criatura de
Dios llamada a la vocación contemplativa. Somos creados por amor para alabarle
con otro tipo de liturgia, con otra melodía: la armonía del silencio. Con el
aliento de Dios, nos convertimos en música de cielo. El perfume de la caridad
será el aroma de santidad a la que todos estamos llamados.
Lánzate a la aventura milagrosa del silencio. Te ayudará a
levantarte sobre ti mismo para ver mejor el rostro de Dios. Él siempre te está
esperando, es fiel a su cita diaria.
Atrévete a saborear el misterio de Dios, su presencia es más
dulce que la miel. Atrévete a buscar un rato, no importa cuándo, al amanecer o por
la tarde, en el crepúsculo o de noche. Él siempre te espera. Aléjate de todo
ruido, los de afuera y los de dentro. Deslízate por su corazón: sentirás algo
bellísimo, un gozo incontenible y una felicidad con sabor a eternidad. Como
decía Fray Marc, el monje guía del monasterio de Poblet, cada uno somos un
monasterio precioso, rincón de silencio donde se alberga Dios.