domingo, 29 de noviembre de 2015

Atrapadas en las emociones

Anhelo de amor


El ser humano anhela, en lo más profundo de su corazón, ser amado. El hombre crece y se desarrolla cuando se abre al otro. El tú ensancha el horizonte del yo. La búsqueda del amor lo llevará a elevarse sobre sí mismo y a descubrir la grandeza y la belleza de un corazón capaz de darlo todo por el otro.

El amor es el pasaje hacia una aventura desconocida y apasionante. Desde nuestra concepción, este deseo innato va creciendo en la adolescencia y culmina en la adultez. El hombre no se entendería sin esa llamada primigenia, inscrita en su mismo ADN.

La comunicación, el afecto, la ternura, el juego, una mirada cómplice… todo forma parte de ese deseo tan profundo. El hombre, sin los demás, se convierte en un náufrago de la existencia, perdido en una isla llamada soledad. De ahí la necesidad de lanzarse en busca de un amor que dé sentido a su vida. Así está soñado y pensado por el Creador.

Tan fuerte es el deseo de ser amado que todo gira en torno a esta apertura. El amor es el valor que configura el trabajo, los sueños, los proyectos…. Todo queda matizado y definido a partir del encuentro con la persona con la que se quiere compartir algo más que tiempo y cosas: la propia vida. Cuando se produce este encuentro, todo cuanto se hace surge de una profunda comunión con el otro. No se pierde la identidad, al contrario: el amor amplía el horizonte de la libertad. Compartir no reduce al otro, sino que lo eleva y lo potencia a medida que la unión se hace más intensa.

Esclavitud disfrazada


Estoy definiendo lo que sería una relación armónica, libre y equilibrada, con madurez y responsabilidad. Pero en la realidad, no todas las relaciones son bellas y plenas. Algunas acaban convirtiéndose en una tragedia. Hay relaciones tóxicas, dependientes, enfermizas, que poco a poco van degradando a la persona hasta reducir su libertad y su capacidad para discernir con claridad. Atrapadas en un laberinto emocional, sin fundamentos sólidos, las personas que viven este tipo de relación son incapaces para decidir con lucidez. Incluso llegan a manipular el lenguaje y a jugar con las emociones para autoengañarse. Cuando se genera una adicción patológica hacia otra persona, se puede llegar a renunciar a uno mismo. Débil y sin fuerza, la persona sometida confunde la realidad con sus ilusiones utópicas e irracionales, y se aferra a ellas porque la mantienen viva sobre un frágil hilo.

Poco a poco se va arrastrando por una vida dolorosa donde el sol se ha nublado y los días se suceden en la sombra. Perdida y sin rumbo, se acerca a un precipicio sin fondo. Su corazón se asfixia, falto de oxígeno y amor. Corre hacia la nada mientras es relación va minando su fuerza vital.

¿Cómo romper estas cadenas?

Mírate a los ojos


Es necesario poner distancia a las emociones y racionalizarlas. Un ejercicio de sinceridad es mirarse a los ojos, ante un espejo, y preguntarse: ¿Qué estoy haciendo?

Mírate y pregúntate. ¿Eres feliz? Tu compañero o compañera ¿quiere lo que tú quieres? ¿Te ama por lo que eres?

Da vértigo hacerse esas preguntas cuando la adicción es muy fuerte y patológica. Pero es tu única salvación. Hay vida fuera de ti y fuera de él. El mundo no se agota en vuestra relación enfermiza. Ten la osadía de mirarte a los ojos y atreverte a asumir lo que ves en ellos.

Quizás entonces veas a una niña que no cesa de llorar. Fija un minuto tu mirada y sé valiente. Tus ojos no te engañan. Tu mente no para de engañarte, tu corazón se hace cómplice de tu miedo. Pero tus ojos no te mentirán. Son la ventana de tu alma, ese lugar que forma parte de tu realidad más esencial. Es lo que eres tú por excelencia: no renuncies a ti, ni a tu libertad, ni a tu vida.

Es verdad que perderás algo: una adherencia emocional que te esclaviza, quitándote la alegría y la libertad. No tengas miedo. Atrévete a ser feliz. Que nadie te quite lo más sagrado: la capacidad para decidir libremente. Recupérala.

Atrévete


Quizás te quedes sin aliento durante unos instantes, pero luego tu capacidad torácica se ensanchará más que nunca y volverás a descubrir la gran persona que eres. Aprenderás a hacerte respetar. No todo vale en las relaciones y no todas las relaciones valen. Atrévete a cruzar al otro lado del abismo. Al otro lado hay alguien que te quiere de verdad y te ayudará a sanar tus heridas.

Confía en ti y en tus amigos: ellos quieren tu bien y tu alegría. No importa el tiempo que necesites: el veneno del pseudoamor cuesta de sacar, porque es doloroso. Es un dardo clavado que, aunque te duele y te desangra, en su momento lo quisiste y ahora forma parte de ti. Es necesario sacar ese aguijón para que puedas recuperar tu salud emocional. Solo así el corazón podrá repararse y encontrará la calma para empezar de nuevo y poder amar de verdad.

Descubrirás que el silencio es necesario para discernir dónde estás y hacia dónde te quieres dirigir. Nunca olvides de preguntar a tu corazón y de mirarte a los ojos en el espejo. Y no te alejes de la sombra cálida de los amigos que tan solo desean tu bien.

domingo, 22 de noviembre de 2015

El gemido de la morera

El día amanece agitado por el viento. Ráfagas persistentes azotan la morera del patio; su tronco firme aguanta las sacudidas, pero sus ramas se doblan, casi con dolor. Cada latigazo arranca una bandada de hojas que caen sobre el patio. La copa del árbol, de un verde otoñal que palidece, se va desnudando.

La mañana clarea y la morera sufre sin piedad el flagelo del viento. No sé si hablar de dolor, pero cuando escucho el gemido de las ramas no puedo dejar de pensar que todo ser vivo tiene un grado de sensibilidad. Escuchando el lamento del follaje y el silencio de sus raíces he sentido que el árbol es más que tronco, ramas y hojas: es un ser que se ve atormentado en su fragilidad, castigado por las inclemencias del otoño. No he podido frenar un deseo de abrazarla, por su ancho y húmedo tronco. Mi morera inspiradora, que acoge silenciosa tantos anhelos de trascendencia, convirtiendo mi pluma en un canto a la belleza que despliega desde sus raíces escondidas hasta las majestuosas ramas que acarician mi corazón. Bajo ella mi alma se ensancha. Ella hace mi vida más bella.

La miro y veo cómo se mantiene erguida pese al viento arremolinado. Hasta mis oídos llega su gemido constante, como de un parto forzoso en el que se ve obligada a desprenderse de sus hojas. Percibo su resistencia, su lucha interior y su fuerza. Se mantiene en pie, pese a las embestidas.

Cuántas veces el corazón humano se ve sometido a vendavales interiores que sacuden su existencia sin piedad. El viento huracanado de hoy sobre la morera me ha hecho pensar que así somos las personas. Cuanto más enraizados estemos, nada ni nadie tumbará nuestros anhelos y esperanzas. La morera embellece el patio con su copa generosa que nos cubre con su amplia sombra. Cuando sopla una brisa delicada, su frescor acaricia nuestra piel. Hoy, aguantando el fuerte viento, quiere ser leal a su misión de embellecer el paisaje del entorno parroquial. No se rinde; el viento agresivo no la tumba.

Una vez ha pasado la tempestad de viento le he prometido que hoy explicaría a mis amigos su valentía, su hazaña, su logro. Morera, sigue regalándonos tu corazón delicado y a la vez fuerte, que hoy ha luchado como un gladiador. El viento te ha arañado con sus zarpas y dentro de ti algo se ha sacudido, pero sigues viva, aunque con menos hojas, acogiendo a todos aquellos que se acercan a tu resguardo. Siempre te he visto exuberante, ensanchando tu corazón hospitalario, pero hoy te he visto en pleno combate contra las fuerzas del viento. Te he visto pelear como un león protegiendo a sus cachorros. No querías que el viento te arrancara de cuajo ni que te derribara al suelo. Tus gemidos me han llegado al alma. Ahí estabas, aguantando sin doblegarte, firme, de pie. Has ganado una batalla de horas. ¡Cuánto me has enseñado hoy! Si estamos bien anclados en el eje de nuestra vida ni los aguaceros ni los vientos podrán con las fuerzas desconocidas que hay dentro de cada uno. A veces la vida es una lucha que hay que saber afrontar sin perder las raíces más profundas: nuestros valores, aquello en que creemos, los fundamentos sólidos que nos ayudarán a permanecer, a ser fieles a aquello que somos y a nuestra vocación.

Cuando el viento deja de soplar, siento alivio y me tranquilizo. Más tarde, el sol cenital lo cubre todo con su calor. Sus rayos espléndidos acarician las ramas heridas y se posan sobre las hojas caídas. De nuevo, morera, vuelves a lucir tu copa llena de color. Vuelves a estar bella antes de que el invierno te acabe de despojar de tu hermoso vestido. Entonces tus ramas dormirán hasta que vuelva a estallar la primavera.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Un día claro de otoño

El nuevo día amanece más tarde. Los rayos de sol son más suaves. Las hojas de los plátanos van cayendo lentamente, alfombrando las calles. Aunque es otoño, la temperatura todavía es cálida. El veranillo de San Martín, previo al duro invierno, ilumina y da color a estos días. Los rayos inclinados del sol derraman un calor más suave, pero el contraste de su luz con el cielo azul y las hojas doradas baña de claridad el paisaje urbano. El mar, las calles, los árboles, las plazas y los edificios… todo se reviste de belleza otoñal en esta mañana tan clara.

La naturaleza se despliega siempre, cantando al Creador. Respiro y doy gracias por tanta hermosura a mi alrededor. Entre el frenesí de los coches y el trasiego de idas y venidas del gentío comienzo una nueva jornada laboral.

A media mañana me voy a tomar una infusión calentita bajo el parasol de una cafetería. El sol ya está alto y empieza a calentar, mientras soplo el vapor que sale de la taza. Tomo un sorbo y alzo la vista para contemplar otro paisaje tan bello como el amanecer. El sol, el mar, la luna y el cielo son maravillosos, pero hay algo inigualable, que es la belleza humana y sus gestos.

Veo a un indigente delante de mí, haciendo muecas a una pequeña china sentada en un carrito. Él, grueso y de tez morena, con movimientos torpes e inseguros, hace bromitas a la niña, que lo observa con cara de sorpresa y termina sonriendo. Se queda extasiada con aquel indigente que la hace reír: entre la niña y el anciano se produce una conexión extraordinaria. Un hombre poco hablador, parco, huidizo, se detiene a hacer el payaso con una criatura. Ella mira, ríe, mueve las manitas. No hay lenguaje articulado en ese diálogo insólito, todo son gestos, miradas, muecas cariñosas.

Me emociona ver esta escena. La niña no entiende nada, pero está a gusto. El hombre ha salido de su muralla, ¡es un milagro! Y la niña ríe, cada vez más. No lo puedo creer, este hombre, metido en su mazmorra interior, completamente aislado y desconectado de todo y de todos, está jugando con una pequeña inocente.

Maravillado, veo como el sol baña sus rostros. No les hacen falta palabras, bastan sus miradas. Dos culturas, la china y la americana; dos generaciones, entran en diálogo, saltando todo abismo cultural y social. Dentro de ese hombre huraño hay escondido un corazón.

Quizás la vida no le ha dado lo suficiente como para que deje fluir sus palabras, pero algo de amor queda en su interior. Entre ambos se abraza la fragilidad, encarnada en dos personas tan diferentes: una niña que se abre como un amanecer y un anciano que ve cómo su vida se va apagando. El sol y la sombra se abrazan. El hombre, pese a su dolor, se hace un poco niño, y la niña, con su mirada inteligente, se hace un poco adulta. Ve cara a cara un rostro curtido por el sufrimiento y la soledad, ¿qué debe pasar por la mente de esa pequeña, que tanto disfruta con el desconocido que le arranca la risa?

En esta mañana clara de otoño el hombre solitario ha tomado un sorbo de alegría. Tal vez lo irá paladeando durante el día, guardándolo como un tesoro en su gruta interior, y le ayudará a soportar mejor el frío que se avecina. Sin salir de mi asombro, he dado gracias a Dios por contemplar esta escena llena de ternura de buena mañana. Y me quedo con la sensación de que el ser humano, pese a sus experiencias llenas de dolor y contradicción, es capaz de sacar lo mejor de sí. Los límites no pueden con la belleza, con la ternura ni con el amor. La llamita que todos llevamos dentro, por pequeña que sea, no se apaga hasta que demos el último suspiro. Desde las profundidades de la miseria el hombre siempre es capaz de trascenderse, siempre hay un resquicio por donde puede soplar el aire y reavivar la llama. Las tinieblas no lo arrastrarán hacia la nada. Aunque indigente y pobre, el hombre capaz de hacer reír a una chiquilla conserva su dignidad intacta.

Vuelvo a mis tareas, como de ordinario, con un sabor agradable en la boca y en el alma. No lo olvidaré.

domingo, 1 de noviembre de 2015

El tiempo, un regalo que se escapa

El hombre, en su existencia, está sujeto al tiempo y al espacio. Su dimensión histórica y su temporalidad contribuyen a forjar su propia identidad.

Nacemos en una fecha concreta, un día, un mes, un año, y en un contexto histórico, con un entorno social y familiar. Estamos de lleno insertados en el tiempo.

La pregunta sobre el valor del tiempo forma parte de la búsqueda del sentido de la vida. Este es objeto de muchas reflexiones filosóficas y teológicas, como las que se hizo san Agustín.

Pero ¿qué es el tiempo? Aunque nos parezca que es un concepto abstracto que no tiene forma, no por ello es menos real. Nos damos cuenta de que nacemos, crecemos, maduramos y envejecemos. Las diferentes etapas que marcan nuestra vida se suceden en el tiempo.

Las emociones, la pasión o la desidia dan un carácter elástico al tiempo, que se nos hace corto o largo, tedioso o veloz. Su paso por nosotros es una sucesión de momentos fugaces en los que nuestro corazón vibra. Cuantos más años vivimos, más parece que el tiempo acelerara su velocidad. Los días, los meses con sus estaciones, los años, se van sucediendo. Te miras al espejo y ves las huellas del paso del tiempo en tu rostro: la textura de la piel baja de tono, aparecen las arrugas, el cabello encanece… con la sorpresa de que la mirada nunca envejece, aunque sí los ojos. Cada noche que pasa nos queda menos tiempo para enfrentarnos al inevitable final de esta vida.

A veces el tiempo se convierte en una carga pesada que nos cuesta aceptar, porque nos recuerda nuestro final biológico. Muchos tienen la soberbia de querer alargar su juventud con operaciones de cirugía estética, como si quisieran detener el tiempo, y caen en una espiral angustiosa, porque no soportan asumir las consecuencias físicas y sicológicas del deterioro progresivo de sus órganos vitales. Por mucho que lo intenten estas personas, el tiempo las irá empujando hasta la muerte.

¿Por qué se dan estas actitudes? Buscar la eterna juventud es una forma de querer huir de la propia realidad. Quizás falta madurez para asumir nuestra condición mortal. Somos así, o no seríamos humanos ni existiríamos. Solo abrazando la realidad, tal como estamos configurados por nuestra genética, descubriremos que la muerte forma parte de nuestro código vital. La tenemos inserta en nuestros genes. Se podría decir que la muerte empieza ya con nuestro nacimiento.

Pero aquel que acepta y asume la muerte aprende a vivir la vida con la máxima intensidad, dando sentido y esperanza a sus días. El tiempo ya no le pesa ni le asusta. Cuanto más vive, más experiencia atesora, y más sabiduría: aprende a bailar con el tiempo y dejarse llevar al son de su ritmo. Saborea todo lo que acontece, aprende las grandes lecciones de la vida. Ya no le abrumará la velocidad ni la lentitud: disfrutará de su ritmo. Lo que importa es sacar jugo a toda experiencia y adquirir serenidad ante lo que nos sucede. Todo añade valor y crecimiento. Es tan bello el instante de un beso que querrías eternizar como saborear la soledad de una tarde.

El tiempo te lleva inexorablemente a una etapa de plenitud de la vida, cuando te conviertes en oro líquido, doctorado en la vida y en el amor. Es entonces cuando el ser es más que el hacer y el aspecto físico ya no importa. A un adolescente el tiempo se le queda corto; a un adulto le pasa volando y a un anciano que va llegando al final de su camino, consciente de la densidad del ser, ya no le angustia el ritmo del tiempo porque ha aprendido a saborear su riqueza interior.

El tiempo es el gran regalo que no se deja atrapar. Solo permite que nos deslicemos por él como un surfista sobre las olas: disfrutando de esa aventura que lleva a vivir la vida hasta el límite de la existencia.

La misión del tiempo es dejarte a las puertas de una vida nueva, más allá del tiempo y del espacio. No es un salto al vacío, es un salto a otra dimensión, hacia una vida más plena que no podemos imaginar, fundiéndonos con el Ser Absoluto, libres para siempre de ataduras. En esta existencia nueva ya no volaremos por el cosmos, sino que navegaremos en el Amor Absoluto.

Podemos atisbar esta plenitud ya aquí, cuando vivimos una experiencia de amor tan intenso que perdemos la noción del tiempo e incluso del espacio, como si flotáramos en el infinito. Esto nos lleva a la culminación de nuestra existencia. Cuando se experimenta un amor tan incondicional es cuando se empieza, aquí y ahora, a saborear la eternidad. Solo quien ama se convierte en señor del tiempo.