domingo, 27 de diciembre de 2015

La aparente fragilidad de la morera

El día empieza a clarear. Son las seis de la mañana. Los pájaros revolotean con vigor en las copas de las acacias, como si anunciaran el amanecer. Un concierto de trinos y agitarse de hojas resuena entre las ramas de los árboles mientras despunta el día y las sombras de la noche van dando paso a la tenue claridad celeste. Las siluetas de las casas y edificios del entorno se van perfilando cada vez más. Estoy asistiendo al parto del nuevo día.

El amanecer se desliza con suavidad hasta que todo queda envuelto en luz y la belleza estalla por todas partes. Cada mañana es un canto al Creador, ningún cuadro puede semejarse a esta escena diaria, por muy geniales que sean las manos del pintor. Dios es un artista insuperable que pinta un cuadro vivo para que descubramos el hábitat que ha dispuesto para nosotros. Su deseo es que disfrutemos del paraíso de la creación, donde el ser humano es el culmen.

Cada día amanece con una música diferente, que conmueve y ensancha el corazón. El silencio matinal invita a saborear el regalo de un nuevo día, su textura, su sonido, su color. En la gelidez, bajo la luz plateada de la mañana, el aire huele a inmortalidad.

Camino hacia la morera del patio y me sobrecoge verla completamente desnuda. El copudo árbol ha dejado atrás su hermoso vestido dorado. Sus ramas se elevan hacia el cielo. El frío las envuelve y el árbol parece muerto, o inmerso en un profundo sueño. Yace aletargado, expuesto a merced del invierno. Frío, lluvia, nieve y humedad lo azotarán, calando hasta sus raíces. Pero allí está, erguido, fuerte en su aparente fragilidad, esperando que, unos meses más adelante, los rayos primaverales vuelvan a acariciar sus ramas.

Me acerco más, toco su tronco y casi puedo percibir su latido lento y sostenido.

Ahora, en este tiempo, no nos puedes dar sombra, brisa y color pero nos das, en tu silencio, una compañía dulce y la belleza de tus ramas desnudas. Hoy nos das algo más profundo: el regalo que tienes adentro, en tus entrañas. Tras la desnudez puedo atisbar la fuerza que late dormida bajo tu piel rugosa, esa capacidad de contenerte para luego explotar y dar más vida. Así eres, morera.

Hoy, un día frío de diciembre, te muestras tal como eres, fuerte y frágil, tan bella desnuda como vestida. Ya no das sombra con tus hojas, pero dejas transparentarse el cielo entre tus ramas. Un día tus hojas volverán a crecer y susurrarán el mensaje de la brisa.

El árbol desnudo lleva en sí la promesa de una fidelidad puesta a prueba por las dificultades. Espera, latente, el momento de volver a vestirse de hojas verdes. Es necesario este periodo de letargo para renacer con más fuerza.

Las estaciones vitales


Al igual que las estaciones del año cambian la naturaleza, también los procesos de crecimiento en el ser humano implican diferentes etapas que sí o sí tenemos que pasar. Por muy maduros que nos sintamos, el corazón, la mente y el cerebro están sujetos a cambios emocionales y sicológicos. En el camino hacia la madurez plena atravesamos diferentes momentos. Nuestra naturaleza humana es limitada: no somos dioses ni inmortales, topamos con nuestros límites continuamente y saberlo asumir y abrazar sin angustia nos da una perspectiva más amplia para poder entender los límites de los demás.

Vernos vulnerables nos hace ser comprensivos con la vulnerabilidad de los otros. Más allá de superarnos a golpe de voluntad, necesitamos aceptar que hemos de aprender de nuestros propios límites. En el conjunto de nuestra realidad hemos de descubrir que también hay belleza en nuestra desnudez interior, como le sucede a la morera despojada de sus hojas: el conjunto del patio no sería lo mismo sin ella, que aporta un toque único y especial.

Descubrir nuestros límites en el fondo es exponernos como se expone la morera al invierno. Descubrir la grandeza y la belleza de su desnudez tiene un sentido: somos parte de la naturaleza y nuestros procesos internos expresan nuestra riqueza humana. La morera puede dar la impresión de estar muerta o dormida, pero es necesario que pase por esa etapa.

Para nosotros también es necesario que haya inviernos. Podemos sentirnos poca cosa, podemos sentir que nuestra alma languidece, que el corazón se nos seca y que nos exponemos a los demás con nuestras contradicciones y debilidades. Sentimos que nuestro oxígeno vital se reduce y que muchas veces no podemos controlar nuestra realidad, y esto nos hace vulnerables.

Hoy contemplo la belleza desnuda de la morera y veo que sus ramas delgadas dibujan la forma de un corazón abierto hacia el cielo. Ese corazón no está muerto: llegará un día en que su potencia contenida hará resucitar al árbol.

Todos somos así: tenemos adentro la vitalidad del Creador que nos puede resucitar y hacer salir de nuestras muertes interiores. Aunque se nos vea sin vida, tenemos una fuerza inusitada que, si nos mantenemos fieles a nosotros mismos, a esa singularidad que Dios nos ha dado, un día nos permitirá florecer en una primavera existencial.

Hemos de aprender a aceptar nuestras estaciones emocionales y espirituales y abrir el corazón a la trascendencia. De esta manera, el invierno de nuestra vida precederá al estallido de nuestra plenitud. 

domingo, 20 de diciembre de 2015

Nadando en el corazón de Dios

En el cambio estacional hacia el invierno el azul del cielo se apaga antes. La oscuridad nos invita a recogernos, como si el silencio tuviera prisa por entrar en el corazón. La tarde ya es noche y nos llama a parar y a adentrarnos en el pozo interior de nuestra existencia.

Pero a nuestro alrededor las luces de las farolas irrumpen con fuerza alargando nuestro ritmo vertiginoso. El frenesí de una vida hiperconectada prolonga el día, ignorando los ciclos de la naturaleza. Así nos va vaciando hasta dejarnos anoréxicos emocional y espiritualmente. Un vacío interior se va apoderando de nuestro vigor hasta dejarnos en el esqueleto de nuestra existencia, con la sensación de que el oxígeno vital se nos agota. El progreso tecnológico y científico no siempre significa progreso interior y espiritual. El culto excesivo al mundo digital lleva a la fragmentación de nuestra identidad; la evolución social nos desarraiga de nuestro yo para convertirnos en seres flotantes, sin rumbo, perdidos en nuestro propio laberinto.

Cuando cae la noche el silencio empieza a susurrarme al oído. Me invita poco a poco a frenar, a detener la inercia de mi trabajo. El silencio me seduce con su melodía suave hasta que, con el paso de las horas, todo se desacelera y entro en una fase de quietud y calma.

El silencio me va penetrando por los poros. Nada daña mis sentidos. El silencio todo lo matiza y lo embellece, dando más intensidad a cuanto veo y siento. En la penumbra, sin ruidos, todo cobra otra dimensión. Los sentidos se agudizan. Hay menos luces, menos sonidos, menos cosas que tocar… En el silencio la realidad tiene otro gusto.

Cuando las aguas del corazón se aquietan, me sumerjo en un mar infinito con sabor a trascendencia. Nado hacia el interior de algo muy grande: un corazón infinitamente misericordioso. Chapoteo en los brazos amorosos de Dios.

El bienestar invade mi alma. Un latido empuja las olas de este océano interior. Como un bebé en brazos de su madre, sereno, abandonado, en paz, soy mirado, contemplado, mecido con inmenso amor.

El silencio ha sido el trampolín para lanzarme al interior del corazón de Dios. Sentimientos de gratitud me llenan y dan un sentido pleno a esta experiencia. Dios juega con su criatura, feliz, y ambos nos aventuramos en una comunión plena. El Grande se hace pequeño y el pequeño se hace grande. Lo divino se humaniza y lo humano, metido en el corazón de Dios, ensancha su alma y se funde con él. Nos convertimos en uno solo.

En esos momentos de intimidad profunda pregusto ya el sabor del cielo. Desde el silencio más íntimo, empiezo a rozar la eternidad.

El corazón queda arrebatado ante tanto gozo divino. El aire que respiro es el aire de Dios. Estoy y no estoy. Una luz interior me atrae poderosamente. Tocar a Dios: Dios está en mí, y fuera de mí, todo a mi alrededor huele a Dios. Una dulce quietud desconocida se apodera de mí. En soledad, en silencio, me dejo llevar hasta el misterio. Es tanta la belleza y el gozo que siento que mi corazón se sobrecoge. Me hago más consciente de que ser, vivir, sentir, amar, todo es un regalo que Dios nos hace para que nuestra vida tenga un sentido trascendente.

Cada cristiano, desde su vocación laica o sacerdotal, está llamado a vivir una vida íntima con Dios. Nuestra vocación de servicio a los demás, cuanto más arraigada esté en la mística, más plena y fecunda será.

No olvidemos nunca nuestra cita diaria con el Amigo que nos invita a salir del tiempo y a descubrir los tesoros de su corazón. Dios es tan cercano como misterioso. Su corazón es insondable como las profundidades del océano, en cada recoveco encontramos hermosas perlas que revelan su gloria. Cuando buceamos en él, un chorro de gracia nos invade y una cascada de secretos amorosos se nos desvela. Dios se hace transparente y nos invita a entrar en su tiempo, allí donde el reloj se detiene porque todo es eterno.

Al regresar a la orilla, tengo la impresión de que solo ha pasado un instante. En realidad, ha pasado mucho tiempo, pero las horas se han condensado. No hice nada, permanecí inmóvil, con los ojos cerrados. Blindado para que nada ni nadie interrumpiera la delicia de ese encuentro. Una vez más, Dios me ha permitido llegar a la cumbre de su monte y saborear los placeres de su banquete.

domingo, 6 de diciembre de 2015

La mística de una bella anciana

Camino de los ochenta años, vive la última etapa de su vida plena, serena y abandonada, con una paz inquebrantable. Cada día abraza la realidad y contempla su vida de manera trascendida. Pese a sus dolores y achaques tiene una fuerte certeza: el encuentro con su Creador. Maestra, madre, esposa y viuda de vocación, vive ya con la mirada puesta en el cielo. Mantiene su piel fina y se muestra elegante y exquisita en el trato. Su conversación desvela poco a poco los profundos secretos de su corazón. La belleza de su interior se transluce en su rostro y va más allá de lo físico: su elegancia espiritual expresa la hondura y el sólido fundamento de sus valores. Los leves surcos de su frente esconden una intensa experiencia vital.

Vivió una viudez temprana, con un duelo sereno y contenido. Ha superado una larga y dolorosa enfermedad con paciencia y una absoluta confianza en Dios. Reconoce que ha atravesado amargas noches oscuras, llenas de sufrimiento. Pero ahí estaba, fuerte en su fragilidad.

Mujer de profundas convicciones, toda ella es hermosa. Sus ojos, su semblante, su sonrisa, sus palabras, sus gestos de caridad hacia otros enfermos, la elegancia y el gusto de sus vestidos. Es un alma bella, limpia, dulce, amorosa y tierna, de una exquisita espiritualidad.

Recientemente me comentaba que ha amado mucho a los suyos, con todos sus errores, pero que con los años ha descubierto que nada hay igual que un amor sublime: el amor a Dios. Siente en él un gozo que culmina todo amor humano; por muy bello e intenso que este haya sido, no es nada comparable al éxtasis de un amor que no tiene barreras, que todo lo eleva y lo plenifica. Toda ella ya es para Dios.

Su finura y su capacidad de penetrar en los corazones de los demás la hacen vivir una experiencia mística en su ancianidad. Percibo en ella que respira, huele, ve y toca a Dios como una realidad cotidiana, tan misteriosa y tan cercana a la vez, tan visible y tan invisible, tan cerca y tan lejos, tan íntima como inabarcable, tan tocable como intangible, tan presente como ausente.

Su alma no deja de rezar, con la total certeza de que incluso la aparente ausencia de Dios es presencia absoluta. Y pese a las enormes cargas familiares que soporta a su edad, tiene la frescura del rocío al amanecer. Delicada como una flor, fuerte en sus convicciones, así es como desafía el progresivo desgaste del tiempo y de su enfermedad. En su corazón aún vive la niña que nunca abandonó, la joven que se ha mantenido viva, la adulta que nunca se resquebrajó por la fuerza de su amor, que ha sido capaz de abrirse a la niña interior que tenía dentro. Ahora las tres convergen en una anciana de singular atractivo que encara la etapa más bella de su vida: la espera con dulce impaciencia de la fusión última con su Amado.

Con esperanza serena se prepara para el salto definitivo mientras saborea la brisa que va anticipando ese encuentro. Y mientras tanto, deja que el brillo de ese gran Amor poco a poco la vaya transformando, deslizándose en sus momentos de oración íntima, donde puede sintonizar con él.

En esto consiste la mística de la ancianidad: en seducir al Amor de los amores hasta las puertas de la eternidad. Una historia vibrante, llena de luz, que termina en el umbral del corazón de Dios.