Era una larga noche de invierno y las campanadas anunciaban
el nuevo año. Una explosión de júbilo acompañaba el comienzo de un año más, el
inicio de una nueva aventura. Entre luces, música y abrazos los sentimientos
colectivos surgían a borbotones en calles, plazas y hogares.
Esa noche tan larga mi alma estaba en vilo. Todos vivimos
con intensidad los últimos minutos del año que termina y los primeros del que
comienza. Pero esa noche, para mí, parecía que nunca iba a amanecer.
En mi interior también era de noche: todo era quietud,
silencio y oscuridad. Necesitaba entender lo que estaba pasando. En medio del
frenesí festivo, me encontré de cara con el misterio del dolor. Una persona
conocida, a quien aprecio mucho, se debatía entre la vida y la muerte. Una
oclusión intestinal cerraba sus entrañas y la sombra llamaba a su puerta. Una
persona buena, creativa y solidaria, profundamente religiosa, se encontraba
ante el abismo. Su rostro mostraba un dolor contenido, pero el sufrimiento
sacudía su cuerpo frágil. La acompañé al hospital, de urgencias, y durante
horas y horas parecía que la agonía nunca iba a terminar. Vi la cara de la
muerte, acechando.
Se me encogió el alma. En medio de la gélida oscuridad, el
rostro sin rostro me envolvía con su desconcertante presencia. Aparecía y desaparecía
y el aire me faltaba, como si su sombra quisiera engullir la vida. Pero esta
persona ama la vida, y una energía divina también la envuelve. La vida y la
muerte comenzaron a librar un combate en su cuerpo.
Su amor a la vida, a los suyos, a los demás, era mucho más
fuerte que su propia enfermedad. Un TAC
reveló la gravedad de su parálisis intestinal: requería con urgencia una
intervención quirúrgica para extirpar una brida congénita que constreñía la
unión entre el intestino delgado y el grueso. El tiempo apremiaba y los
médicos, dada la gravedad de la situación y el riesgo que corría su vida,
decidieron actuar con la máxima rapidez.
Cuando le comunicaron el veredicto, una gran calma interior
la invadió. Posteriormente me contó que confiaba totalmente en Dios y en los
médicos. Ante el quirófano rezó. Pensó en los suyos y tuvo la certeza de que
todo iría bien. Abandonada, cantó a Dios desde su corazón y pidió a los ángeles
que condujeran las manos de los cirujanos. Su último diálogo interior fue con
Dios. Sintió una suave presencia pocos segundos antes de caer dormida por la
anestesia. Durmió, abrazada a la vida, mientras el equipo médico iniciaba la
operación.
Tres horas después, una mano delicada sacudió sus brazos,
indicándole que todo había ido bien. Tres horas para ella inexistentes, pero
interminables para los que esperábamos en la antesala del quirófano. Pese a la
complejidad de la operación, todo había salido perfecto. La pericia de los
cirujanos, un riguroso protocolo médico, la tecnología y las ansias de vivir se
aliaron para que el resultado fuera exitoso. Mano a mano con la ciencia, muchas
oraciones hicieron posible el milagro: la obstrucción dio paso a un camino
abierto. Después de mucho tiempo, la paciente podría comenzar a tener buenas
digestiones. El sufrimiento de cuarenta años de vida desaparecería por fin.
En esa oscura noche, ganó el duelo con la muerte. Agarrada a
la vida, venció después de tres horas de combate. La fuerza del amor la hizo
victoriosa. Consiguió atravesar el abismo hacia la luz.
Contemplé cómo yacía frágil, en la cama. Esa fuerza latía en
su corazón, escondida pero ya saltando desde el precipicio de la muerte hasta
la vida. Una energía espiritual salía de su interior: Dios estaba ahí,
protegiéndola, guiando las manos de los cirujanos, velando por ella. Todo
estaba misteriosamente orquestado.
Desgarrada en sus vísceras, sufría en el lugar donde se
asimilan los nutrientes, allí donde se facilita la vida y el buen
funcionamiento del cuerpo. Tras la operación, liberada de aquel nudo, se está
preparando para dar un gran salto. Ya no solo podrá asimilar bien los
alimentos, sino la vida misma con sus contradicciones. Armonizar mente, cuerpo
y alma la ayudará a vivir su vocación contemplativa.
De la vulnerabilidad del dolor ha pasado a la fortaleza de
una sólida paz y alegría. Del bosque otoñal pasará a un jardín primaveral lleno
de flores. En la debilidad encontramos fuerzas insospechadas que nos hacen
sacar el tesoro oculto que hay en el corazón. Explorar un territorio
desconocido de nuestra alma nos lleva a asomarnos a un océano maravilloso. Esta
persona está viviendo una convalecencia extraordinaria, experimentando el
regalo inmenso de una vivencia que la ha acercado más a Dios en medio de su
sufrimiento. Por un lado, ha sentido hasta el límite la fragilidad de su
existencia y, por otro, la fuerza de la vida que corre por sus venas, dos caras
de una misma realidad. La calidez en medio del dolor le ha hecho sentir la grandeza
del corazón humano: enfermeras, médicos, auxiliares, amigos, familiares y hasta
compañeros enfermos. Ha descubierto que, más allá del trabajo profesional, en
un hospital hay almas que saben cuidar con dulzura a los pacientes. En la
estructura fría de un centro sanitario también hay corazones que se desviven
por dar una atención esmerada a los enfermos, ejerciendo una vocación de
servicio hacia los que sufren. Ver todo esto me hace creer que la humanidad no
está tan perdida como pretenden hacernos ver los medios de comunicación. Hay
esperanza en la sociedad cuando se descubre una realidad que trasciende más
allá de nosotros mismos.