sábado, 20 de febrero de 2016

La hazaña de saber recibir

Una cultura de héroes


Nuestra cultura valora y sobrevalora a aquellos personajes que han marcado la historia por sus grandes gestas. Julio César, Carlomagno, Napoleón… Después de grandes batallas ganadas al enemigo, los generales romanos desfilaban con sus caballos, erguidos y triunfantes, pasando bajo los arcos de triunfo coronados con laureles, mientras el pueblo los vitoreaba.

La cultura occidental, arraigada en Grecia y Roma, ha tendido a endiosar a monarcas, militares, cónsules y héroes de guerra. Lo que hacían era lo más importante y definía su ser. Y lo importante era el triunfo a cualquier precio. Se podría decir que este patrón cultural e histórico lo ha heredado nuestra sociedad. Hemos asimilado los mitos de personajes de carne y hueso convirtiéndolos en leyenda que ha traspasado la rigurosidad histórica. Es como si necesitáramos elevar los hombres a la categoría de dioses, a modo de prototipos extraordinarios para imitar. En ellos proyectamos lo que no somos y nos gustaría llegar a ser, quizás para esconder nuestra mediocridad. En el mundo del cine se sigue exaltando la imagen del héroe solitario que resuelve muchos problemas, a veces sin ayuda de nadie. Las series de televisión también elaboran personajes con el mismo perfil psicológico. Solos, con sus propios méritos y talentos, resuelven casos muy complejos.

Modelos que nos atrapan


La sociedad postmoderna nos propone estos modelos: personajes que son los primeros en todo, que saben de todo y que sobresalen entre todos. La educación también se vale de estos moldes pedagógicos para que los jóvenes emulen a sus héroes. La carrera por el primer puesto, por ser el mejor, está en nuestros patrones culturales, educativos, sociales y familiares. Si no triunfas en la vida y no tienes un nombre o una marca no eres nadie. Nos pasamos la vida corriendo, estudiando, esforzándonos por conseguir títulos y reconocimientos. Si no lo conseguimos, nos frustramos porque nos sentimos insignificantes. Y así pasamos los años luchando por ser alguien que no somos, generando contradicciones porque estamos renunciando a nuestra propia identidad. Queremos ser obsequiosos con nuestros padres, con nuestros profesores, con nuestro jefe en el trabajo, con la sociedad… Lo damos todo hasta extenuarnos y mientras tanto nuestra psique y nuestro cuerpo se van debilitando porque no estamos desarrollando nuestra auténtica esencia.

Pero, además, nos gusta presumir de nuestros logros. Queremos pasar por nuestros particulares arcos de triunfo y que la gente nos aplauda, aunque el precio a pagar sea consumirnos por dentro y, en el fondo, vivir una terrible bipolaridad existencial.

La sociedad nos educa para salir a la galería y acumular títulos y recomendaciones. Los padres, la escuela, el cine y los medios nos inculcan una cultura del esfuerzo para culminar nuestras metas. Y esto en sí no es negativo pero… ¿De qué metas hablamos? ¿Son tus metas o son las de otros?

El largo camino de retorno


Da pánico emprender la primera gesta de tu vida: introducirte en el interior de tu yo más profundo y reconocer con vértigo que te has desviado. Has errado el camino y has creado un personaje que no eres tú mismo y que va acumulando fracasos. La presión del entorno te ha hecho ser lo que no eres.
Ser consciente de esto es dar el primer paso de un largo camino de retorno. Un trayecto no exento de dudas, con dolor, angustia y, a veces, con una terrible sensación de soledad. Las influencias de los demás han redirigido tu vida hacia un abismo del que quieres salir, y cuesta avanzar a contracorriente.

Hoy los sicólogos hablan de la crisis de los 50 años. Cuántas personas sienten que han levantado todo un imperio con lágrimas y sudores para encontrarse con un inmenso vacío interior y una sensación de desorientación muy amarga. Se encuentran perdidas en el laberinto de su vida y entran en una profunda crisis.

¿Qué hago? ¿Dónde estoy? Lo más terrible es pensar que todo lo que has hecho no ha valido la pena. Una corriente de tristeza te paraliza el alma. Llegar a ser alguien y cosechar unos aplausos se ha cobrado un precio muy alto. La autoexigencia te ha llevado al agotamiento sin que le importe nada a nadie. Y todo endulzado con esa máxima: “has de sacar lo mejor de ti”, cueste lo que cueste, aunque sea a costa de la ruptura de tu propia identidad. Toda una vida trabajando, consiguiendo muchas cosas, para terminar perdido y sin rumbo.

El valor de lo pequeño


Urge un cambio de paradigma cultural y educativo, lejos de todo tipo de ideología que convierta al ser humano en un personaje ficticio, depurando valores y cuestionando aquel superhombre nietzscheano que se nos ha inoculado en la sangre. No podemos arrancar al hombre de su identidad más intrínseca. No somos dioses, somos de carne y hueso y necesitamos valorar los pequeños detalles de cada día.

Hemos de lograr que lo ordinario se convierta en extraordinario y que lo pequeño sea valorado. Podemos extraer grandes experiencias de lo limitado. Que la sencillez y la humildad sean nuestras maestras interiores. De pretender ser algo hemos de pasar a ser una persona normal y feliz con su realidad, que abraza las pequeñas cosas de cada día.

¿Y la perfección? Lo imperfecto también tiene su belleza. ¿Acaso un anciano no es bello? ¿No es bella la amapola que solo dura un día de primavera y que es tan frágil que un suave viento puede marchitarla? El sentido de la vida está en hacer de lo pequeño una auténtica hazaña.

Saber recibir


Nuestra cultura y cierto enfoque de la religión nos han enseñado que tenemos que dar mucho para ser alguien. Dar y dar. Cuando uno cree que solo tiene que dar se está construyendo un gigante con pies de barro. Dar hasta quedar sin aliento puede ser un acto de orgullo, pues soy yo el constructor de mí mismo y de los demás.

Es tan importante recibir como dar. La naturaleza del ser humano no está hecha solo para dar. Nuestras propias limitaciones y enfermedades nos hacen ver que necesitamos recibir de los demás. Tras el mucho dar puede esconderse un afán de control, una autosuficiencia, un deseo de autorrealización e incluso de vanagloria. El que sabe recibir aprende a reconocer su indigencia. Sabe que no es un dios.

El binomio dar-recibir forma parte de una misma realidad. Solo se puede vivir la donación como un don si reconoces que recibir es también un don no menos importante. Hoy la gran gesta no es hasta dónde lleno mi agenda, sino quitar cosas superfluas de la misma. Si siempre estoy dando nunca podré recibir y si no aprendo a recibir, no aprenderé a medir mi entrega.

Medir las propias fuerzas ante los límites es aprender la medida de la vida. No es narcisismo. Tener la humildad de recibir es un acto de coraje y de libertad que forma parte de nuestra dimensión humana. Los niños saben recibir, especialmente cuando son pequeños y necesitan el cuidado y la atención de sus padres. Ellos nos enseñan. Dejar de ser niño en nuestro corazón es llegar fragmentado a nuestra vejez, cuando nos damos cuenta de que volvemos a necesitar de los demás.

Hacer menos y tener tiempo para buscarse a sí mismo: esta es la gran aventura del hombre. Y aprender del susurro del silencio para descubrir que recibir forma parte de esta misma hazaña. Lejos de ser un acto de egoísmo, es un acto de profunda humildad. 

sábado, 13 de febrero de 2016

El sufrimiento liberador

El dolor, intrínseco en el hombre


Sobre el sufrimiento se han vertido muchas tintas y se han impartido muchas reflexiones y conferencias. Aunque el hombre está concebido para la felicidad, continuamente se topa con una realidad que también le es intrínseca, no porque quiera, sino porque se encuentra con sus propias contradicciones. La filosofía, la psicología y la ética son disciplinas que han profundizado mucho sobre esta realidad humana. El dolor no deja a nadie indiferente, sobre todo cuando se sufre en el propio cuerpo.

Pero quisiera, también, lanzar otro enfoque sobre el sufrimiento: cuando la realidad del dolor sobrepasa lo físico y alcanza el nivel emocional y espiritual.

El dolor del alma


Cuando estamos sufriendo la agresión biológica que supone una operación quirúrgica, especialmente si es por un motivo grave, toda nuestra persona se rasga, física, sicológica y emocionalmente. El sentimiento de indefensión genera inseguridad y un miedo terrible a lo que pueda ocurrir, pues no hay cirugía exenta de riesgos. Cuando la vida está en juego y se percibe frialdad en el entorno hospitalario el sistema inmune baja sus defensas. Este dolor, por muy físico que sea, es profundo y llega hasta el alma.

Después de la intervención, las molestias postoperatorias causan sufrimiento a los pacientes. La agresión física deja sus huellas en el cuerpo y se necesita tiempo para ir asumiendo las secuelas, poco a poco. Estar entubado, no poder cambiar de posición en la cama, la alimentación intravenosa, la limitación de movimientos, las agujas, las dificultades a la hora de orinar o hacer las necesidades fisiológicas… Vivir esto en tu propia persona te hace sentirte expuesto y muy frágil.  

La pérdida de un ser querido provoca un dolor no menos intenso, porque se rompe un vínculo vital que va más allá de lo físico. A veces la pérdida es tan dolorosa que el cuerpo la somatiza como una terrible agresión. Los neurotransmisores del cerebro se activan como lo harían ante un golpe físico y se segrega cortisol, la hormona del miedo y la alarma. Esto puede llegar a producir enfermedades graves, que merman seriamente la vida del que sufre.

También una ruptura emocional es dolorosa. Se rompe un vínculo en vivo, generando un profundo desasosiego en el corazón. Este es un órgano expuesto a mucho sufrimiento. Cuando los vínculos se agrietan literalmente el corazón se puede romper o partir. Estos días he hablado con varias personas que pasan por situaciones de ruptura matrimonial y verdaderamente he percibido en sus ojos una profunda tristeza. Su tono vital es bajo, sollozan con frecuencia y llegan a dudar de sus valores y a perder el sentido de la vida.

Una riada de gente se enfrenta a la vida con el corazón roto, intentando canalizar sus emociones con un sentimiento de indigencia terrible. La tormenta interior puede llegar a enloquecer y, si no se actúa a tiempo, puede causar graves secuelas sicológicas y somáticas o convertirse en un volcán incontrolado.

Otro sufrimiento es el causado por una injusticia laboral, profesional o por una situación de estrechez económica.

Un sufrimiento restaurador


Todas estas formas de dolor tienen que ver, y mucho, con el propósito de la vida. El sufrimiento nos envía la señal de que algo hemos de cambiar: en nuestros hábitos, nuestras creencias y emociones. Cuando encaramos el sufrimiento podemos convertirlo en un aprendizaje para crecer más como personas, haciéndonos salir de nuestra mediocridad y afrontando nuestra realidad.

El dolor puede ayudarnos a replantear, sin miedo, dónde estamos, qué hacemos y a dónde queremos llegar. Es verdad que a menudo nos da pánico ahondar en nuestra realidad existencial, porque nos da vértigo darnos cuenta de que quizás estamos viviendo una mentira, de que la vida que llevamos puede ser falsa y nos dejamos arrastrar por temor a saber quiénes somos.

Para replantearlo todo y cambiar de raíz nuestra vida hemos de emprender una lucha con nuestros propios fantasmas. El miedo se apodera de nosotros y preferimos vivir anestesiados para no sentir el dolor de parto de nuestra renovación interior. Así nos arrastramos hacia un abismo que nos aleja más de la realidad, de la verdad, de la autenticidad de nuestro ser humano. El dolor del alma no es menos profundo que el físico. Morir a la mentira, a las apariencias, cuesta sangre porque nuestras creencias se convierten en adicciones tan profundas que las hemos impreso en nuestro ADN. Tenemos tan adentro estas actitudes que necesitamos dar un giro interior de gran calado.

Primero hemos de reconocer que necesitamos enfrentarnos a la verdad. Después hay que cortar esas adherencias emocionales que nos impiden ser nosotros mismos. Finalmente, necesitamos ser humildes y pedir ayuda, porque quizás solos no podremos salir. A veces el dolor es tan fuerte que huimos hacia adelante para evitar el encuentro con nosotros mismos. ¡Cuántos zombis existenciales deambulan a nuestro alrededor, viviendo como personajes ficticios y jugando a ser lo que no son!

El sufrimiento físico, moral y sicológico a veces es necesario para dar un gran salto hacia la libertad, hacia nuestro yo más profundo. Cuánta gente va perdida sin rumbo, sin norte. El sufrimiento es una situación límite que nos da la oportunidad de empezar de nuevo. Algunos sicólogos hablan de la necesidad de pasar por el dolor para madurar, crecer, saltar y volver a empezar. Entonces es cuando hay que replantearlo todo: desde lo que comemos, lo que sentimos, lo que hacemos, nuestros hábitos cotidianos… incluso el mismo propósito vital. Lanzarse desde la cima del propio orgullo da vértigo, pero ¡nos sorprendería saber lo que somos capaces de hacer!

La grandeza del ser humano es que tiene una capacidad milagrosa para rehacerse y convertirse en un auténtico héroe de su historia. Tocar fondo a veces es la única manera de trascender. Es la gran oportunidad para abrazar nuestra fragilidad existencial y transformarla en fortaleza. El misterio del dolor se hace necesario para entenderse a uno mismo y entender la condición humana.

domingo, 7 de febrero de 2016

Cuidar y cuidarse

Durante unos días, a principios de enero, he ido a asistir a una persona al Hospital del Mar. La tuvieron que operar de urgencia por una oclusión intestinal. Responsable de la dirección de la Fundación ARSIS, y miembro del equipo pastoral de la parroquia, su trabajo eficaz y su talante humano y creativo han dejado huella en el corazón de muchos. Siendo un sólido pilar, ha sabido hacer lo que a muchos nos cuesta: abandonarse, confiar en los demás y dejarse cuidar en su fragilidad.

La ejecutiva eficaz ha pasado a ser humilde enferma. Ha dejado que otros la cuiden, sin importarle que su necesidad de ayuda quedara expuesta ante los demás incluso en los aspectos más básicos, como la higiene personal.

Una lección de humildad


A lo largo de estos días he podido ver cuánta gente buena la quiere: amigos, familiares, médicos y terapeutas, todos se desvivían por ella. Me he dado cuenta de que su entrega generosa y amable se ha convertido, en esos quince días, en una catarata de respuestas. Dejarse cuidar, con dulzura, ha sido un reto que la ha hecho crecer espiritualmente. Aún débil y sin fuerzas, después de una complicada operación, sintiendo tan de cerca su propia vulnerabilidad, ha sabido solidarizarse con el sufrimiento de los demás. Ha sido una experiencia que la ha acercado más al misterio del dolor humano.

Con el cuerpo lleno de tubos, alimentación intravenosa y sondas que le causaban algunas molestias, con el sueño interrumpido cada noche por el protocolo sanitario de control, con sus dolores e incomodidades, ahora puede entender y sentir en su piel el sufrimiento de muchas personas que pasan largo tiempo en el hospital, en un duro proceso postoperatorio. La vida le ha dado un duro revés. Ha rozado, con sus vísceras, el límite del abismo. Pero a la vez esa dolorosa experiencia la ha curtido. Verse cara a cara con su propio límite la ha hecho trascender y ampliar su visión de la realidad. Este profundo baño de realismo y el dejarse cuidar han supuesto un cambio de paradigma. Ella, que ha cuidado de tanta gente y siempre ha estado pendiente, detrás de todo, hoy ha aprendido a dejarse cuidar por todos. ¡Qué gran lección para ella!

Un fuerte pilar se convierte en una columna frágil que necesita de la ayuda de los demás. Aprender a «ser ocasión para que los otros te cuiden» es dar a los demás la oportunidad de que aprendan a cuidar. Topar con este límite es acercarte más al corazón humano. No sólo se crece dando y cuidando, sino recibiendo y dejándose cuidar. Porque sólo así podemos entender el misterio del ser humano en su indigencia espiritual. Vivir esta experiencia es tocar con los dedos del alma el barro con el que estamos hechos y aceptar nuestra finitud. Aprender a ir despacio, hacer menos, dejar que otros te ayuden, abrazar el paso lento de las horas en el hospital, el ronquido del vecino enfermo, sus cambios de humor, su dolor o sus gritos… Con todo esto uno va doctorándose en humanidad, no por la vía intelectual, sino por la vía del corazón. Sentir el dolor ajeno es acercarse, también, a su corazón y latir con el suyo.

Las cosas más importantes


¡Cuánto aprendizaje! A veces necesitamos pasar unos días en el hospital para darnos cuenta de que vamos tan apresurados que no somos capaces de ver lo que es esencial en la vida. Cuando tenemos que parar, a veces de manera brusca, es cuando nuestros esquemas comienzan a cambiar y aprendemos a priorizar lo más importante. Saboreamos el tiempo más despacio, acariciamos lo que hacemos; las relaciones entran en otra dimensión. Los patrones mentales se alteran y construimos una nueva escala de valores. Empezamos a enfocarnos en lo que somos, específicamente, en nuestra vocación, en el propósito de nuestra vida. Y vemos que ya no importa solo el trabajo, la eficacia o el tiempo, sino la búsqueda del yo interior, como diría San Agustín. Nuestro propósito vital necesita alinearse con ese yo que somos.

Dios, el silencio, la contemplación, la suavidad, los demás… El sano ejercicio, respirar, la calma serena, un nuevo tiempo orientado a descubrir la riqueza interior. ¡Cuánto se aprende en un hospital! Sentirse enfermo con otros enfermos, expuesto en la propia vulnerabilidad, nos enseña a abrazar de manera solidaria el dolor de la humanidad. La gran lección es cuidar y dejarse cuidar: un gran reto para todos aquellos que quieren aprender a tener un corazón lleno de misericordia. Solo cayendo uno aprende con humildad a solidarizarse con todos los caídos.

Cada vez que iba al hospital y cruzaba el pasillo de la cuarta planta, miraba a ambos lados y observaba, por las puertas abiertas, a los diferentes pacientes en sus habitaciones. Enfermos y familias tejían unas nuevas relaciones, desde el cuidado y el mimo. Cuánto esfuerzo, sacrificio, tiempo, ternura y horas pasadas juntos. Era hermoso ver cómo, pese al cansancio de los familiares, allí estaban, tomando de la mano a sus enfermos. La debilidad y el sufrimiento nos hacen ser más compasivos, dulces, cariñosos. La grandeza del hombre es que, a pesar de los horrores que comete, es capaz también de la mejor hazaña. Cuando una línea muy delgada puede separarnos para siempre, la persona saca lo mejor de sí y muestra una enorme capacidad de amor incondicional, tan grande que rebasa sus propios límites. Cada habitación del hospital albergaba una historia de amor.

Cuidar y dejarse cuidar: una forma de amar


Un hogar con un enfermo percibe la grandeza de la familia: el espacio vital donde se aprende a ser persona, a cuidar y a cuidarse. Esta actitud emerge del compromiso del amor auténtico. El que ama cuida, y el que cuida tiene que dejarse cuidar para poder atender bien al otro. En el hospital he tenido la ocasión de ver corazones que laten al unísono. Un enfermo hace el milagro de estrechar los vínculos familiares y nos ayuda a interiorizar que somos de barro y mortales, pero con un corazón capaz de trascender y dar lo mejor de sí.

Esto es lo que he visto visitando a mi colaboradora. Riadas de gentes venían a verla; cada visita era un amanecer en su horizonte, añadiendo salud y energía a la paciente. Hoy me dice que alguna vez pasea junto a la playa y mira hacia el Hospital del Mar, dando gracias por tantos amaneceres como pudo disfrutar desde el mirador de la cuarta planta. Para ella, vivir esta experiencia ha sido un renacer. Quizás atravesar el abismo, por muy duro que haya sido, ha sido la gran oportunidad para enseñarla a digerir mejor la vida y descubrir el valor de dejarse cuidar y querer por los demás. 

Es una asignatura que hemos de aprender todos aquellos cuya vocación es cuidar a otros. Un teólogo amigo, citando a Juan XXIII, decía que era tan importante amar como dejarse amar. Recientemente también lo afirmaba el Papa Francisco. Un reto muy importante, si queremos humanizar la Iglesia, es aprender a cuidar. Cuidar es una característica esencial del amar. Cuando aprendes a abrazar el dolor lo conviertes en fuente de sabiduría. Tus propios límites y una habitación de tan solo 3 metros cuadrados se convierten en una cátedra de humanidad, una pequeña universidad del corazón.