Estaba en la fila caminando a paso sosegado, mirando al
Cristo crucificado. Su rostro sereno revelaba una unción profunda. Sin prisa,
se acercó con suavidad, la mirada puesta en la cruz. Sus ojos ligeramente
apagados manifestaban un dolor compungido.
Se acercó y la intensidad de su mirada aumentó. Conmovida
ante la cruz, sus manos se posaron sobre los pies del Crucificado. Con mirada
tierna besó suavemente los clavos de los pies. Se detuvo, mientras una lágrima
resbalaba por su mejilla, y mantuvo su mirada firme sobre el rostro de Cristo,
como si necesitara más tiempo.
Es una mujer de extraordinaria delicadeza. Recientemente
perdió a su esposo, el amor de su vida. Ahora la veía agarrar los pies de la
cruz, como si el sufrimiento del hombre en el madero evocara la pasión dolorosa
de su familia: la muerte de un hijo joven y la de un marido a quien quería con
todas sus fuerzas.
Esculpida por el sufrimiento, vive su experiencia con
emoción contenida. Tal vez encontrarse cara a cara con la cruz le despertó
preguntas sin respuestas. Tal vez ante la cruz experimentó con mayor hondura la
ausencia de los suyos y su sentimiento de soledad y abandono. Fue un minuto
intenso, durante el cual su mirada penetró en la mía. Con su semblante sereno,
me miró durante unos instantes. No necesitó articular ninguna palabra, la
expresión de su rostro era lo bastante clara. Su mirada clavada en la mía
buscaba algo. Y yo, sin decirle nada, intentaba expresar con mi silencio que la
respuesta a tanto sufrimiento se la estaba dando la cruz: la entrega sublime de
Jesús por amor. Esa es la clave. El misterio del dolor solo tiene sentido
cuando el corazón humano se abre al amor incondicional de un Dios que entrega a
su Hijo. Ni el sufrimiento ni la muerte son la última palabra para los
cristianos.
El mismo Dios, en Jesús, se expone ante el mundo y asume la
fragilidad humana. El mismo Dios se somete al misterio del dolor y asume la
dureza y la crueldad de aquellos que lo sentencian a muerte. El sufrimiento de
Jesús es la respuesta a nuestro sufrimiento. Y aunque el duelo a veces nos deje
sin aliento cada vez vamos penetrando más en la realidad más profunda del ser
humano, preguntándonos por el sentido último de la existencia, que nos enfrenta
cara a cara con la cruda realidad de la muerte.
Mis ojos hablaban a esta mujer, y entendí que ese beso, esa
mirada y ese rostro lleno de delicadeza hacia el Cristo eran en realidad un
reflejo de la mirada cálida y serena del Crucificado hacia ella. Cristo, desde
su cruz, sigue mirándonos con ternura desmedida y compasión. Su corazón muere
en la cruz, como hombre, pero dentro de él sigue latiendo el corazón vivo de
Dios.
En su largo silencio, ella recibió la dulzura de Jesús en la
cruz. Conmovida y absorta, su rostro se apartó lentamente, lleno de paz y
profunda serenidad. Una mujer ante la cruz. Quizás le supo a poco el beso y quería
eternizar ese momento. Otros se apresuraban, pero ella, sin prisa, quería
saborear aquel momento junto a Jesús.
Me miró de nuevo, sonriendo levemente, y parpadeó. Murmuró
algo y retiró sus manos de los pies de Cristo. En su mirada se atisbaba una
nueva luz, una vida nueva, como si una paz muy especial invadiera su corazón. Terminó
ese momento tan denso, y ella se alejó caminando hacia su asiento.
La dulzura de una mujer pude deshelar los corazones más
duros. Las caricias de sus manos se convierten en bálsamo para los que sufren.
Su mirada delicada llega hasta las entrañas y el corazón de aquellos que se
sienten solos y abandonados. Las lágrimas de una mujer expresan que la
intensidad y la capacidad de amor no tienen límites. Su corazón revela una
sensibilidad solidaria capaz de abrazar a toda la humanidad, tantas veces falta
de misericordia. Y el coraje de la mujer que ama no tiene límites: ni el miedo puede
impedirle seguir amando.
El gesto de esta señora ha sido para mí un canto a la mujer
que, a pesar de estar sumergida en un profundo dolor, es capaz de convertirse
en un torrente de ternura inagotable. A pesar de sus pérdidas, su corazón sigue
amando incondicionalmente, desde su más honda soledad. Nunca olvidaré su beso y
su mirada al Cristo.
Ella es imagen de muchas mujeres que, en medio del
sufrimiento angustioso son capaces de seguir mirando, besando, acariciando el
rostro de quienes no tienen nada, porque lo han perdido todo. Las lágrimas no
les impiden sacar de adentro una enorme capacidad de amor para suavizar tanto
dolor. Hoy, viernes santo, el Cristo ha cruzado sus ojos con los ojos de esta
mujer: un destello de luz invisible ha atravesado su alma como un anticipo de
la resurrección.