domingo, 24 de julio de 2016

Vivir en la incerteza

Anhelo de infinitud


La experiencia humana está tejida de misterios que no siempre logramos entender. La vida es muy compleja y abarca realidades que van más allá de nuestra comprensión.

¿Podemos hablar a la vez de certeza e incerteza? ¿Es posible tenerlo todo claro o hay una parcela de la realidad que siempre se nos escapará y nunca podremos llegar a penetrar? ¿Es todo incierto y vivimos cayendo por un abismo?

El panorama interior del hombre también forma una tela multicolor, con textura y formas variadas que expresan su gran riqueza. Vive situaciones que lo hacen grande y a la vez pequeño. Es capaz de hacer cosas heroicas y su corazón alberga un cofre de perlas: valores, inquietudes, anhelos. Fragilidad y fuerza se unen misteriosamente y le dan la capacidad de ir más allá de sus limitaciones. Su mirada es capaz de ver más allá de las estrellas y penetrar la minúscula complejidad de la vida. Pese a sus inseguridades, busca una certeza última que dé solidez a su vida. Así se encuentra con esta doble realidad: desde su finitud vive ansiando la infinitud.

Más allá de las explicaciones racionales, el hombre puede llegar a sacar una fuerza inusitada, desconocida y misteriosa, que lo empuja a seguir buscando razones para vivir, pese al abismo que tiene delante. Aun sintiendo su propia vulnerabilidad, es capaz de ir más allá de sí mismo, con una grandeza de miras que lo hace trascender su miseria.

¿Qué nos impulsa?


¿Qué nos hace ir más allá de nosotros mismos, desde nuestra pequeñez? La capacidad de amar. La experiencia de un amor sin límites nos hace partícipes de un don inmenso en el viaje hacia la búsqueda de sentido. Nos hace descubrir nuestro enorme potencial. Aunque somos vasijas de barro el tesoro que albergamos es de un valor incalculable.

El hombre que ama vive con un anhelo de trascender y convierte su frágil piedra en diamante. Asombra lo que puede llegar a hacer. Cuando la pulsación amorosa se despliega en su totalidad, solo se puede entender desde una lógica religiosa, una visión trascendente de la realidad. Quedarse en la lógica racional es empequeñecer el deseo de plenitud de la persona. La dimensión divina del hombre abre una nueva perspectiva. Lo que de Dios tiene el hombre justamente es no encerrar la realidad en conceptos intelectuales, no encajarla en un laboratorio para su disección.

El alma es esa parcela misteriosa donde surge la fuerza que hace al hombre capaz de las mayores proezas, que lo llevarán a ser señor de su historia. Pero esto sólo será posible si se atreve a navegar sin miedo hacia lugares insospechados. No somos un barco a la deriva. Tenemos un faro interior que nos orienta en el camino hacia la plenitud.

De aquí que el hombre no se rompa, de ahí que se atreva a navegar con vientos contrarios, sin las fuerzas necesarias y en una frágil nave a merced del oleaje. En alta mar, ante la infinitud de la existencia, es una barquita perdida en el inmenso océano. Pero podrá saltar las olas de sus contradicciones y llegar a la playa de la vida. Siendo grano de arena podrá cabalgar a lomos de las olas. Pequeño ante la grandiosidad surcará las aguas hasta alcanzar su meta: elevar su alma hasta tocar el cielo.

Vivir sin certezas


Sí, es posible vivir en medio de grandes oleajes. Es posible divisar nuevos horizontes. Esta es la grandeza del ser humano: vivir plenamente sin certezas totales. Sólo el que sabe vivir en las incertezas llegará a puerto sin culpa, sin división interna, sin derrota y sin amargura. Bregar por la vida es ya una meta en sí misma.

Ojalá aprendamos a reconciliarnos con nuestras potencias y, a la vez, abrir nuestros límites. En esto consiste nuestra madurez humana. Aprendamos a vivir con nuestros propios agujeros. Anclados en la esperanza iremos venciendo nuestros miedos e inseguridades, iremos salvando las turbulencias interiores y aprenderemos a vivir firmes y seguros en el frágil fundamento de nuestra misteriosa realidad.

La claridad y el abismo hacen bello un amanecer. Cuánta belleza hay en un claroscuro, cuando el sol se esconde tras las nubes. Pero es mayor la belleza de un ser humano que aspira a lo mejor desde su fragilidad. Este es el milagro, fruto de su capacidad de amar.

sábado, 16 de julio de 2016

Un amanecer en verano

A lo largo del verano voy tomando sorbetes de vacaciones, etapas de tiempo cortas, pero muy densas. En ellas descanso, disfruto del silencio y doy largos paseos por el campo, dejándome acariciar por la belleza del Creador.

Aunque sean breves, la reparación es inmediata, porque cuando estás en el campo, rodeado de bosques y hermosos paisajes, todo tu dinamismo interno entra en otra fase, tanto física como emocional y espiritual. Sigues un ritmo más pausado, en un entorno saludable, acorde con los ciclos de la naturaleza. Caminas, contemplas, rezas y admiras. Tu cuerpo, tu mente y tu espíritu se armonizan y te dan una paz que en las grandes ciudades cuesta de mantener.

Mi primer paseo es una auténtica delicia. El rocío de la mañana baña las plantas y los bosques de encina y roble. El pulmón agradece el aire frío y el oxígeno matinal. Una sensación de bienestar invade mi cuerpo y siento mis sentidos extraordinariamente despiertos. El ambiente es limpio y transparente. Las hojas de los árboles brillan cuando el sol toca las gotas de rocío. Aprecio con detalle formas y texturas. La explosión de belleza me asalta y me siento uno en sintonía con el medio natural. Con la diferencia que tengo la capacidad de moverme y sentir, pensar y agradecer. Me dejo seducir por tanto don con esa característica tan propia del ser humano, la capacidad de ver más allá y preguntarse por las cuestiones más vitales, hasta llegar a la gran pregunta sobre Dios.

¿Qué hay, o quién está detrás de tanta belleza? ¿Quién es? ¿Con qué propósito me permite adentrarme hasta las entrañas de su misterio?

Paseando a las siete de la mañana veo salir el sol por detrás de la montaña, en ese valle de las tierras de Ponent. Sale un poco más tarde que en la costa, pues ha de escalar las cimas de los montes, pero una vez aparece ese diamante luminoso sobre las cumbres es un auténtico espectáculo. Se desliza poco a poco, primero asomándose con timidez, después inundando el valle de luz dorada. Los campos se tiñen de rubor y, poco a poco, a medida que el sol se eleva, todo se convierte en un festín de colores. Las esbeltas espigas se inclinan bajo el sol, los pájaros pían y revolotean entre los setos de roble, en las vaguadas murmuran las aguas de los arroyos, entre juncos y matorrales. En los campos recién segados, un zorro sale huyendo, asustado. Todo es nuevo, todo es bello. Empieza una nueva jornada, llena de sorpresas y secretos que se revelan.

Cuando el sol ya está alto, lo abraza completamente todo. Nada se escapa a su calidez, nada se oculta a su luz. Dios también es así.

domingo, 3 de julio de 2016

En busca del silencio

La búsqueda de silencio y soledad es una necesidad intrínseca del ser humano. Depende de esos momentos y espacios que pueda centrarse, serenarse y encontrar la manera de vivir más armónica, física y espiritualmente. Su anclaje vital es crucial para que su vida tenga un sentido.

Cada año, siempre que llega la vigilia de San Juan, procuro pasar la noche de la verbena en un lugar apartado y silencioso, lejos del frenesí y el ajetreo urbano. El ruido de los petardos, más allá de un juego pirotécnico, da inicio a un desmadre global, un despilfarro y un atentado ecológico, que puede terminar en accidentes y que deja las calles y las playas sembradas de basuras y desechos. El consumo excesivo de bebidas y altísimo volumen de la música que daña los oídos son atentados contra la salud humana. En un intento por alargar la noche más corta del año, la gente derrocha frivolidad y se agota hasta caer rendida, explotando sus propias capacidades físicas y psíquicas. En el fondo, es un querer desafiar la noche y estirarla hasta el amanecer.

¿Es necesario llegar hasta esos límites para buscar la felicidad? ¿O es más bien un sucedáneo de felicidad lo que se busca? Porque la felicidad no está reñida con el orden, el respeto, el equilibrio y la moderación. Tampoco con dejar el lugar de la fiesta aún mejor que lo has encontrado. Lo cierto es que en la madrugada después de la verbena, cuando te acercas a la playa, la imagen es desoladora. ¿Cómo es posible dañar algo tan bello? ¿Para qué tanto gasto innecesario? Viendo tantos kilómetros de playa sucia, con montañas de basuras acumulándose en la arena, comprendo que esa noche el caos se apodera no sólo del entorno, sino de las personas. Han confundido fiesta con frivolidad, relajación con desmadre, paz con hacer lo que te da la gana, libertad con antojo enfermizo. Buscan el paraíso en la tierra y la han convertido en un vertedero. Castigan nuestro hábitat natural, ese trocito de hogar común que entre todos tenemos que custodiar, mimar y ajardinar: la creación.

El ser humano sigue buscando ese paraíso perdido. Anhela la plenitud, quiere tocar el cielo con sus dedos. Pero a veces se pierde en un falso paraíso que le hace olvidar, durante unas horas, sus dramas, su soledad, su vacío. Perdido en su laberinto interior, sin horizontes y sin metas, tiene que sobrevivir a su angustia existencial forzando su máquina biológica y creando un estado alterado de consciencia que lo lleve a un clímax emocional y seudo-religioso, inducido por el alcohol u otras drogas, la música, el ruido y el ambiente. ¡Qué lejos está de su naturaleza más profunda! Qué lejos de su deseo primigenio, que es encontrar el sentido último de la vida.

Esa noche de verbena es cuando más necesito bucear en el silencio primigenio que me envuelve. Agradezco vivir la noche más ruidosa convertida en la noche más silenciosa y apacible. Soy un elemento más de la naturaleza, en armonía con el medio. Escucho el murmullo del agua y siento el aire fresco en mi mejilla. Mi sombra se alarga sobre el camino. El día más largo se acaba.

Paseo de noche bajo las estrellas y me despido de la jornada dando gracias, con suavidad, y elevando mis ojos hacia el infinito, a la captura de tanta belleza. La belleza es la otra gran necesidad del ser humano, tan acuciante como el hambre de pan.

La brisa de la noche me acaricia después de un día de calor. Relajado, lejos del rugido ensordecedor y del griterío de la masa lanzada hacia la nada, me dispongo al descanso. Descansar forma parte de este día. Con serena alegría contemplo la silueta de las montañas a mi alrededor. Protegen el valle de ese hermoso rincón de la Noguera donde me refugio. Lanzo una última mirada al cielo, donde todavía veo el resplandor del día hacia poniente. El sol se ha puesto hace poco dejando en el cielo una tenue franja plateada. Son las once de la noche y todavía hay claridad. Todo es bello. Tengo paz.