domingo, 23 de octubre de 2016

El amor, más fuerte que la muerte

Nuestra vida no termina aquí


La eucaristía es la celebración del triunfo de la vida sobre la muerte. Celebramos el sacrificio de Cristo, pero también su resurrección gloriosa. Como cristianos, nosotros participamos de esta vida eterna ya aquí. Como decía san Pablo: con Cristo expiramos, con Cristo hemos resucitado. Como creyentes, unidos a la vida de Dios, ya estamos saboreando el misterio de la eternidad. Por tanto, hoy no celebramos un adiós, una partida, sino un encuentro, una llegada, un abrazo de Dios con su criatura tan amada desde su concepción.

El final del cristiano no es un final triste, desesperado y angustioso. El final del cristiano es gozo, fiesta, alegría, porque verá cara a cara a Dios en toda su magnificencia. Nuestro rostro débil quedará iluminado por el abrazo luminoso de Aquel en quien siempre hemos esperado, por el que siempre hemos luchado y al que hemos amado.

La vida, como decía un teólogo franciscano, es un largo parto para nacer a la vida de Dios. Morir no es un final trágico. Es un trance hacia una vida nueva, sin límites, gozosa porque ya participará del inmenso amor eterno del Padre.

Hoy tenemos esta total certeza, en la que siempre hemos creído. Dios, por medio de Jesús, nos levantará, no como hizo con Lázaro, sino como lo hizo con su Hijo. Nos dará una vida nueva para el deleite eterno. Y esta vida en la que todos soñamos un día será posible en la medida que nos abramos más y más a sus designios. Si vamos configurando nuestra existencia hasta identificarnos totalmente con Cristo, como dice san Pablo, «ya no soy yo sino Cristo quien vive en mí». Es decir, viviremos la santidad a la que todos hemos sido llamados. De esta manera iniciaremos nuestro itinerario pascual. La plena unión con Cristo será la garantía del don de la eternidad.

Valeriana, una mujer de fe


Valeriana e Isidro, su esposo, llevaban sesenta años de matrimonio. Un tiempo denso y suficiente para levantar con solidez una familia. Han sido un matrimonio recio, compacto, con una fe cristiana inquebrantable. Entregados a la vida sacramental, fieles y coherentes, convirtieron su hogar en una pequeña iglesia, como decía el papa Juan XXIII, hoy ya santo. Un matrimonio con una intensa vida cristiana y con la Santísima Virgen como reina de su hogar. Han sido padres ejemplares, entregados, volcados a su familia y referentes para muchos. Su vinculación a esta parroquia ha sido fiel y generosa.

Además de participar asiduamente en la vida comunitaria parroquial, Valeriana colaboraba en Cáritas desde los inicios, con el Padre Mariné. Su entrega amorosa a la labor humanitaria era exquisita y espléndida. Como bien sabéis muchos, en el barrio del Somorrostro vivían muchas personas en la más absoluta miseria, especialmente el colectivo gitano. Ella acompañaba a Mosén Mariné a llevar latas de comida a muchas familias sin recursos ni medios para vivir. La parroquia agradece esta labor tan encomiable en un barrio necesitado de la misericordia de Dios.

Sesenta años son mucho tiempo para cohesionar una relación donde Cristo es el centro. Con su ayuda Isidro y Valeriana han podido crecer en el amor. Pero el paso de los años también conlleva un deterioro gradual de la salud. Con humildad, ella fue aceptando sus dolencias sin desfallecer en su práctica religiosa, con una absoluta confianza en Dios.

Pese a la avanzada edad y a la fragilidad física, en su amor no hubo fisuras: era más fuerte que el roble. Era hermoso contemplar cómo ambos se acompañaban, pese a sus achaques. Isidro estuvo a su lado sin desfallecer, hasta el último momento de su vida. La amó hasta el extremo de sus fuerzas, sacándolas hasta de donde no las tenía. ¡Qué bello ejemplo de coherencia matrimonial!

Valeriana, que tanta devoción tenía a la Virgen, se fue un sábado, día especialmente mariano. Esto fue un pequeño regalo que suavizó el dolor de Isidro por su ausencia. «Era muy buena», dice su esposo, conteniendo las lágrimas. Y lo repite, con pena, pero con el rostro sereno y abandonado. «Era muy buena.»

Hoy estamos aquí, en San Félix, la comunidad reunida con sus hijos y nietos, dando gracias a Dios por el don de su vida entre nosotros. Y por habernos dejado una huella tan profunda en esta comunidad.

Valeriana, que los ángeles y María Santísima te reciban en tu nuevo hogar, en el cielo, con tus padres, tus abuelos y tantas personas que te ayudaron a ser una gran cristiana.

sábado, 15 de octubre de 2016

El consumo, un opio

Vivimos en un frenesí de consumo. La adicción a comprar se da en los jóvenes, en los adultos, en las familias, hasta en los niños. Cada vez es mayor y crece a pasos agigantados, pudiendo ser una preocupación muy grave para el futuro de la sociedad.

Una cultura que cada vez es más adicta a este nuevo opio, el consumo desenfrenado, genera una sociedad que se parte en dos. Tiene como objeto desconectar al ser humano de su realidad más intrínseca, la búsqueda de la verdad. La persona desconectada huye de la realidad, porque se le hace insoportable, y se lanza a llenarse de cualquier cosa que le pueda satisfacer de manera provisional su hambre de plenitud.

La adicción rompe a la persona


La adicción al consumo fragmenta a la persona. La empuja a un ocio que emborracha la psique, la aturde y le quita lucidez. El consumo abusivo nos está haciendo esclavos incluso de aquello que no necesitamos: juegos, realidades virtuales, pasatiempos que, al final, nos dejan vacíos. El alcohol, la música estridente, el sexo sin vínculos, las drogas, los últimos avances tecnológicos… todo esto crea dependencias y enferma las relaciones humanas.

La persona sola, fragmentada y desorientada es pasto del sistema de consumo. Comprar, consumir y gastar se convierten en paliativos a su soledad. Al consumismo le interesa fomentar el individualismo y que haya muchas personas solas, aisladas, sin formar lazos sólidos con nadie. Le interesa que se fomente el culto al yo. Pero esta cultura narcisista lleva a profundas grietas existenciales: el hombre pierde el sentido de la vida. Prefiere consumir placer y bienestar. Su adicción incontrolada le ha ido anestesiando y le hace perder su identidad, hasta llegar a un vacío angustioso que lo aleja de sí mismo y de los demás. Todas las relaciones que establece acaban basadas en un mercadeo emocional, sin vínculos ni compromisos. Todo vale, aún a riesgo de caer en manipulaciones sutiles que van corroyendo la esencia de su ser. Ejércitos de personas se encuentran así, enganchadas a sus dispositivos móviles, a relaciones enfermizas, al sexo virtual o al ocio sin límites, incluso a la perversión. Y lo peor: quedan enganchadas a sí mismas pero incapaces de controlar su propia vida. Sometidas a las leyes del consumo, buscan quizás un paraíso perdido. Es triste constatar cómo los adolescentes son víctima de este modelo de sociedad. Devorados por una política mercantilista, son teledirigidos por la publicidad, la tecnología y las leyes del mercado. Asusta pensar que se puedan convertir en adultos incapaces de ordenar su tiempo y de plantearse el propósito de su vida. Sobre todo, espanta que sean incapaces de amar. Porque una persona que no ama ¿qué hará?

¿Qué será de estos niños y adolescentes, convertidos en fichas de juego en el gran tablero de la sociedad de consumo? ¿Quiénes serán sus referentes si están manipulados como muñecos, hasta llegar a perder la consciencia de su propio yo? Están en una etapa de su vida en la que deberían aprender a ser libres y, en cambio, prefieren la dulce esclavitud que les produce un bienestar momentáneo y artificial.

Las consecuencias de esta cultura son devastadoras: matrimonios rotos, relaciones efímeras, adolescentes perdidos y sin rumbo, niños sin referencias familiares y educativas, situaciones de violencia, separaciones traumáticas, inestabilidad emocional, soledad profunda, pérdida de la identidad, incapacidad para decidir y forjar relaciones sólidas, incapacidad para trazarse metas y para saber qué quieres… Miedo al futuro, inseguridad en el presente. Miles de jóvenes se convierten en carne de cañón para aquellos que tienen la capacidad de manipular las masas, utilizando mensajes talismán como “sé libre”, “sé tú mismo”, “disfruta”, “tu mente es poderosa”, “vive la vida al límite”, “sueña lo que quieras y lo serás”. Todo esto lleva a una idolatría de uno mismo, pero en realidad se están convirtiendo en cadáveres vivientes. Sus vidas están llenas de oscuridad y sus almas agonizan en un cementerio existencial.

Recuperar la dignidad


Yo espero que el ser humano recupere la dignidad perdida. Necesitamos personas que decidan ir a contracorriente, con una gran capacidad de interiorizar, que tengan claro su propósito vital y que encuentren un rato diario para la meditación y el silencio. Personas valientes que no se dejen engañar con tantas idolatrías falsas, que sean moderadas en su consumo, libres y responsables. Que renuncien al poder, aunque se queden sin cargos, títulos o reconocimientos. Que sean humildes, dialogantes y comprometidas con los demás. Necesitamos personas felices con aquello que hacen, sin miedo a nadie. Que sepan generar vínculos y respeten a los demás, incluso a sus adversarios. Personas que tengan muy claro su propósito vital y que vivan coherentemente con lo que creen. Personas que sepan asumir riesgos y aceptar sus errores. Personas amables, que valoren el silencio y la discreción, y a la vez que amen vitalmente la vida, los amigos, los suyos. Personas creativas que saquen lo mejor de sí mismas, incluso de las mayores dificultades.

Este es el modelo que necesita una sociedad que se desliza hacia el abismo. Sólo estos hombres y mujeres podrán cambiar el mundo. Son los héroes que viven su vida cotidiana con gran pasión. Son aquellos que saben que dentro tienen algo muy grande que va más allá de ellos mismos, una realidad que los trasciende: Dios es el motor y el aliado que les ayudará a cambiar de rumbo la historia. 

domingo, 2 de octubre de 2016

La distorsión de la realidad

A partir de mi experiencia, sufriendo un problema visual similar a la degeneración macular, he hecho esta reflexión sobre la capacidad que tenemos las personas de distorsionar nuestra visión de la realidad.

Hay patologías oculares que deforman la visión. Sobre todo la degeneración macular húmeda, que por las fugas de líquido o hemorragias internas en la retina provoca que la persona vea los objetos deformados y las líneas rectas se vean torcidas u onduladas.

Nuestros ojos están en contacto con la realidad para disfrutar de la belleza que nos rodea. La luz penetra en la retina y su claridad se traduce en una fiesta de colores e imágenes. Ver te hace sentirte vivo. Los ojos son realmente ventanas abiertas al mundo, a la vida, a los demás. Los ojos sanos también te ayudan a tener una vida contemplativa, porque con ellos admiras la hermosura de la creación, puedes mirar con dulzura al otro y aceptar la realidad como un don.

Una pequeña apertura, del tamaño de una cabeza de alfiler, se ocupa de filmar todo cuanto vemos y nos permite saborear la visión del mundo. Es un auténtico milagro cómo algo tan diminuto puede alcanzar a ver hasta las estrellas lejanas del cielo. Pequeñas neuronas nos proporcionan una gran visión. Precisamente por la fragilidad de estas células hay un riesgo de deterioro que puede comprometer seriamente el precioso sentido de la vista. 

Cuando se sufre degeneración macular, todo lo armónico y lo bello se afea. Perder la visión y ver el mundo deformado causa sufrimiento e inseguridad. La tristeza al no poder ver bien es muy profunda, similar al duelo por una pérdida. Quien sufre de estas patologías no deja de recordar y añorar cómo se ve el mundo cuando el sistema ocular está sano y pueden percibirse las formas con su natural belleza y armonía.

Distorsión del alma


Pero si hacemos un paralelo con el plano espiritual de la persona, hay una patología aún peor. Es la que nos hace ver la realidad deformada, no por un problema ocular, sino por un mecanismo de la psique que nos impide aceptar las cosas tal como son.

Hay una degeneración espiritual que distorsiona nuestra visión del mundo y de las personas. Es entonces cuando vemos en el otro a un enemigo o a un extraño del que debemos desconfiar. Es cuando sólo apreciamos lo negativo, o incluso vemos mala intención o maldad imaginarias que no son tales en las personas. Es cuando vemos el mundo con tintes simplistas: o demasiado rosa, cayendo en un buenismo ideal, o demasiado negro, cayendo en catastrofismos pesimistas.

Hay muchos factores que deforman nuestra visión del alma. Tenemos las ideologías que nos modelan la mente y nos hacen intolerantes con los que piensan distinto a nosotros. El miedo agranda y exagera los problemas, y nos hace crear monstruos y amenazas inexistentes. La arrogancia nos hace ver todo en función de nuestros intereses. La apatía es como una niebla, que difumina las formas y los contornos, haciéndonos perder el contacto con la realidad. El egocentrismo es especialmente deformante, pues lo vemos todo a través de la lupa de nuestro ego. Todo lo que nos afecta se hace enorme, y lo que no nos interesa se hace pequeño o desaparece de nuestro campo visual. La depresión nos hace ver todo de un color triste y gris, sin esperanza, sin luz.

Cómo sanar y recobrar la lucidez


¿Cómo recuperar una visión clara de la realidad? Muchos diréis: bueno, es que cada persona tiene su visión, no hay dos maneras iguales de ver las cosas. Es cierto, pero también es verdad que la realidad está ahí y hay hechos objetivos que no podemos negar. De cómo los veamos dependerá nuestra actitud vital, nuestra reacción y también nuestras relaciones con los demás.

Cuando hay degeneración macular, el paciente tiene que descansar y no forzar la vista. Yo diría que para las distorsiones de la visión del alma también necesitamos reposo. El descanso espiritual es necesario, y es ese tiempo de silencio, de oración y de confianza en Dios que todos necesitamos a diario. El silencio y la contemplación aclaran la visión. En brazos de Dios, acurrucados en su presencia silenciosa, podemos contemplar la realidad desde una atalaya que nos permitirá captar mejor el panorama, con perspectiva, con paz. Podremos ver nuestra vida en su conjunto y comprender mejor el sentido de las cosas.

Otro remedio para mejorar la retina son las inyecciones con ciertos fármacos que inhiben el crecimiento de vasos sanguíneos. Trasladando la imagen a la vida interior, podríamos decir que también necesitamos inyecciones de una medicina que nos ayude a limpiar la visión del alma. ¿Cuál es esta medicina? De la misma manera que una inyección te la tiene que poner un médico, este remedio no viene de ti mismo: lo necesitas recibir de los demás. Un amigo, un consejero, tu cónyuge, un sacerdote… Alguien que te quiera y se preocupe por ti puede ayudarte en los momentos de duda, dolor u ofuscación. No te cierres en ti mismo. No te aísles ni creas que tu visión es la única y la correcta. Los demás, aquellos que te quieren, son tu mejor medicina. Habla, comenta, pide consejo… y sobre todo escucha. Abrirse a los demás puede aclarar tu visión.

Finalmente, para ayudar a regenerar tu retina es importantísima la alimentación. Tomar frutas y verduras frescas, llenas de antioxidantes y nutrientes, renueva los tejidos y ayuda a la curación. ¿Cuál es nuestro alimento en el plano espiritual? La oración es importante. La compañía de los demás también. Hay otra fuerza poderosa que otorga vista clara: amar a los demás. La clarividencia del amor nos ayuda a ver las cosas en su proporción justa.

Los cristianos, además, tenemos un don inagotable: el mismo Cristo. Dios hecho pan se nos da como alimento curativo que puede sanarnos y devolvernos no sólo las fuerzas y el ánimo, sino una percepción lúcida de la realidad. Recordemos los dones del Espíritu Santo, esos regalos que Dios otorga con los sacramentos y la oración. Sabiduría, ciencia, inteligencia… son medicina para los ojos del alma que podemos obtener si los sabemos recibir con sinceridad y fe.