Nuestra vida no termina aquí
La eucaristía es la celebración del triunfo de la vida sobre
la muerte. Celebramos el sacrificio de Cristo, pero también su resurrección
gloriosa. Como cristianos, nosotros participamos de esta vida eterna ya aquí.
Como decía san Pablo: con Cristo expiramos, con Cristo hemos resucitado. Como
creyentes, unidos a la vida de Dios, ya estamos saboreando el misterio de la
eternidad. Por tanto, hoy no celebramos un adiós, una partida, sino un
encuentro, una llegada, un abrazo de Dios con su criatura tan amada desde su
concepción.
El final del cristiano no es un final triste, desesperado y
angustioso. El final del cristiano es gozo, fiesta, alegría, porque verá cara a
cara a Dios en toda su magnificencia. Nuestro rostro débil quedará iluminado
por el abrazo luminoso de Aquel en quien siempre hemos esperado, por el que
siempre hemos luchado y al que hemos amado.
La vida, como decía un teólogo franciscano, es un largo
parto para nacer a la vida de Dios. Morir no es un final trágico. Es un trance
hacia una vida nueva, sin límites, gozosa porque ya participará del inmenso
amor eterno del Padre.
Hoy tenemos esta total certeza, en la que siempre hemos
creído. Dios, por medio de Jesús, nos levantará, no como hizo con Lázaro, sino
como lo hizo con su Hijo. Nos dará una vida nueva para el deleite eterno. Y
esta vida en la que todos soñamos un día será posible en la medida que nos
abramos más y más a sus designios. Si vamos configurando nuestra existencia
hasta identificarnos totalmente con Cristo, como dice san Pablo, «ya no soy yo
sino Cristo quien vive en mí». Es decir, viviremos la santidad a la que todos
hemos sido llamados. De esta manera iniciaremos nuestro itinerario pascual. La
plena unión con Cristo será la garantía del don de la eternidad.
Valeriana, una mujer de fe
Valeriana e Isidro, su esposo, llevaban sesenta años de
matrimonio. Un tiempo denso y suficiente para levantar con solidez una familia.
Han sido un matrimonio recio, compacto, con una fe cristiana inquebrantable. Entregados
a la vida sacramental, fieles y coherentes, convirtieron su hogar en una
pequeña iglesia, como decía el papa Juan XXIII, hoy ya santo. Un matrimonio con
una intensa vida cristiana y con la Santísima Virgen como reina de su hogar.
Han sido padres ejemplares, entregados, volcados a su familia y referentes para
muchos. Su vinculación a esta parroquia ha sido fiel y generosa.
Además de participar asiduamente en la vida comunitaria
parroquial, Valeriana colaboraba en Cáritas desde los inicios, con el Padre
Mariné. Su entrega amorosa a la labor humanitaria era exquisita y espléndida.
Como bien sabéis muchos, en el barrio del Somorrostro vivían muchas personas en
la más absoluta miseria, especialmente el colectivo gitano. Ella acompañaba a
Mosén Mariné a llevar latas de comida a muchas familias sin recursos ni medios
para vivir. La parroquia agradece esta labor tan encomiable en un barrio
necesitado de la misericordia de Dios.
Sesenta años son mucho tiempo para cohesionar una relación
donde Cristo es el centro. Con su ayuda Isidro y Valeriana han podido crecer en
el amor. Pero el paso de los años también conlleva un deterioro gradual de la
salud. Con humildad, ella fue aceptando sus dolencias sin desfallecer en su
práctica religiosa, con una absoluta confianza en Dios.
Pese a la avanzada edad y a la fragilidad física, en su amor
no hubo fisuras: era más fuerte que el roble. Era hermoso contemplar cómo ambos
se acompañaban, pese a sus achaques. Isidro estuvo a su lado sin desfallecer,
hasta el último momento de su vida. La amó hasta el extremo de sus fuerzas,
sacándolas hasta de donde no las tenía. ¡Qué bello ejemplo de coherencia
matrimonial!
Valeriana, que tanta devoción tenía a la Virgen, se fue un
sábado, día especialmente mariano. Esto fue un pequeño regalo que suavizó el
dolor de Isidro por su ausencia. «Era muy buena», dice su esposo, conteniendo
las lágrimas. Y lo repite, con pena, pero con el rostro sereno y abandonado.
«Era muy buena.»
Hoy estamos aquí, en San Félix, la comunidad reunida con sus
hijos y nietos, dando gracias a Dios por el don de su vida entre nosotros. Y
por habernos dejado una huella tan profunda en esta comunidad.
Valeriana, que los ángeles y María Santísima te reciban en
tu nuevo hogar, en el cielo, con tus padres, tus abuelos y tantas personas que
te ayudaron a ser una gran cristiana.