sábado, 26 de noviembre de 2016

La fuerza de la ternura

Vivimos en un mundo lleno de problemas. Muchas personas están inmersas en enormes dificultades económicas, sociales, familiares y laborales. Algunas intentan salir de estas situaciones buscando vías de escape y caen adictas al alcohol, a las drogas o al juego. Otras son sometidas a límites vitales que les quitan la paz.

Qué ajenos vivimos a veces al dolor de aquellos que lo están pasando tan mal. Pasamos de lado y giramos la espalda al sufrimiento de muchos niños desatendidos, violentados en el mismo marco familiar; o de los jóvenes con un futuro incierto; de adultos en paro, angustiados, con enormes carencias y sin esperanzas; o de personas mayores que están solas, enfermas, sin recursos y abandonadas a su suerte. El dolor de estas personas es un grito lanzado a una sociedad ensimismada, que sólo piensa en pasarlo bien e ir venciendo el tedio de cada día; una sociedad que se ha encallado en el culto a sí misma ignorando la realidad del entorno.

¿Cuántas veces vivimos de espaldas al dolor, mientras la tragedia y la desesperación hacen estragos en la vida de tantas personas? Es bueno preguntarse en qué medida somos responsables del sufrimiento de tanta gente. Cuando lo tenemos todo y nos domina el afán de poseer más es fácil quedarse anestesiado y lejos de otras realidades que no sean nuestro propio y pequeño mundo. Nos cuesta hacernos porosos al mundo que nos envuelve, nos cuesta ser sensibles a lo que hay a nuestro alrededor. Porque esto significa salir de nosotros mismos y despertar, pero nos abruma dar una respuesta sincera, generosa y coherente, según nuestra ética y nuestra religiosidad. Significa un cambio radical por nuestra parte, una gran generosidad y una mirada serena. Nos pide reflexionar y plantearnos qué podemos hacer para minimizar la crisis tanto social como moral que afecta a nuestro mundo.

Urge una respuesta inmediata: hemos de salir de nosotros mismos y preguntarnos, de manera reflexiva, qué podemos hacer por los demás. Más allá de nuestra vida hay muchas vidas de personas que nos necesitan con urgencia.

Hace unos días tuve ocasión de hablar con algunos voluntarios del comedor social de mi parroquia. Hablamos sobre la experiencia de este grupo que está asistiendo cada día a unas 50 personas, dándoles de comer y acogiéndolas. La mayoría de estos comensales traen una historia personal terrible, de soledad, tristeza, marginación y rechazo social y familiar. Muchos son extranjeros, completamente desubicados y declinando en una lenta y larga agonía. Solos, sin recursos, muchos con vergüenza, vienen al comedor buscando algo más que comida. En sus rostros agrietados se adivina una profunda crisis de identidad. Con sus miradas perdidas buscan un espacio donde puedan sentirse dignos. Es verdad que es poco tiempo, pero la delicadeza de los voluntarios hace posible que en un breve intervalo estas personas se sientan serenas, protegidas, cuidadas y atendidas. Es hermoso reconocer la labor inmensa que hacen estos voluntarios, de forma callada y anónima. Para los indigentes, el espacio del comedor es una brisa suave que sopla en su duro invierno existencial.

Sin embargo, a veces estallan conflictos entre ellos, provocados por la angustia y la soledad que viven. Una de las voluntarias me explicaba con serenidad aplastante que cuando esto ocurre y algunos llegan a la agresividad, a los gritos o a los insultos, ella se pone en medio de los dos violentos y los abraza. Es muy consciente, y lo decía de broma, que algún día recibirá un golpe, pero es la única salida para detener tanta presión, tanta violencia, tanto dolor.

Esta voluntaria tiene 80 años y es una mujer madura, lúcida, delicada y amorosa. Comprende como nadie el dolor de los pobres y los abraza con dulzura de madre, mirándolos a los ojos. Y me comentaba que, de inmediato, se calman. ¡Qué hermoso testimonio!

Cuántas veces creemos que gritando o amenazando podemos contener la agresividad ejerciendo la fuerza. No es así. A una persona rota, llena de amargura y violencia contenida, no la podemos gritar. La violencia genera más violencia y no arregla nada, al contrario, puede hacer más daño al frágil. Muchas veces estas personas no gritan a nadie en particular, sino al mundo, a la vida, a su pasado, quizás alguno grita a Dios, sintiendo un profundo vacío.

Esta señora me dejó impresionado. Una cálida mirada y un abrazo lleno de amor y comprensión pueden disolver un conflicto agresivo. Cuánto nos equivocamos cuando minimizamos el efecto y la fuerza de la ternura. Alguien dijo que sólo la ternura transformará el mundo. La dureza y la violencia lo rompen más y hacen sufrir a muchos.

Como decía un amigo mío sacerdote, hemos de recuperar la fuerza del amor. Ya basta de vivir anestesiados por una paz edulcorada y falsa. Esta señora me recordó que sólo con la ternura podemos llegar hasta lo más hondo del corazón. Es una ternura valiente, arriesgada, que se atreve a meterse en medio de la guerra no para imponer la paz, la razón o la fuerza, sino para brindar dulzura, devolver la dignidad, derramar amor. 

domingo, 20 de noviembre de 2016

Aprender a aceptar la muerte

Algo se rompe en el alma


Ante la pérdida de un ser querido notamos que algo se rompe en nuestro corazón. Sentimos que desaparece algo muy nuestro, tan dentro de nosotros que deja un hueco profundo. El fundamento de nuestra existencia se resquebraja. Muchos sienten un ahogo en el alma. Cuando dos personas se han amado toda su vida, hasta llegar a respirar casi al unísono, al morir uno el otro siente como si le faltara el aliento.

Con los años, las personas se van curtiendo. Las relaciones, la convivencia, los sueños y el amor se van robusteciendo hasta que los matrimonios llegan a ser una sola carne. Tantas hazañas vividas juntos convergen en un proyecto común que se ha desarrollado y que ha ensanchado su corazón. Cuántos matrimonios han sabido vivir y crecer en este compromiso para siempre. Cuántos amaneceres compartidos, cuánta sabiduría, cuánta belleza ha iluminado sus horizontes. Desde el amor todo es bello y saborean el dulce néctar de la vida. Viven el uno en el otro, formando una sólida e inquebrantable relación que ha llegado a una sintonía muy honda.

Por eso, cuando uno se muere, el otro queda con el corazón partido. Todo se trunca cuando el ser amado se va. La sombra del difunto llena de amargura al que queda vivo. Para una mujer viuda es un momento personal y psicológico de alta sensibilidad. La presencia, tan real, de su esposo, se ha convertido en una terrible ausencia y la vida se le hace insoportable. Necesitará tiempo para asimilar esta ruptura interna y dejar que la cicatriz sane.


Cuando el duelo se alarga demasiado



Ese tiempo es necesario. Pero a veces el duelo se alarga excesivamente, dejando a la persona sumergida en un abismo sin fin. Nada tiene sentido, los recuerdos la acosan reiteradamente, hay una resistencia dolorosísima a aceptar la realidad. Si no aprende a abrazar la realidad de la muerte, el duelo prolongado irá mermando su calidad de vida hasta llevarla a vivir sin vivir, como si quisiera también ella estar en el reino de los muertos.

Urge muchísimo plantear una pedagogía de la muerte para que ciertas situaciones no se conviertan en un lamento constante que reduce la vida a una permanente queja. ¿Por qué me ha pasado a mí? ¡No merezco todo esto! He dado todo lo bueno de mí… y ahora ¿qué?

El sentimiento de agravio convierte la tristeza natural en amargura vital y en resentimiento contra todo y contra todos. Dios, la vida, el mundo me han quitado cuanto tenía y lo que más quería. Ese pensamiento convierte el duelo en una crisis existencial y en una excusa para culpabilizar a todos de mi tragedia. El duelo se hace patológico.

Urge enseñar a vivir la vida abrazando los propios límites. No somos inmortales, somos caducos y efímeros. Desde nuestro nacimiento llevamos la muerte inscrita en el código genético. Querer eternizar la vida mortal es tarea imposible. Nuestra vida está condicionada por unas estructuras biológicas —el cuerpo— que, de manera natural, son perecederas.  Nuestras células envejecen de manera progresiva, mueren y llega un momento en que ya no son reemplazadas por otras nuevas. Asumir esto es un reto, y más en una cultura que quiere explotar a la persona y endiosarla. Asumir la muerte es una necesidad vital para aceptar nuestra propia fragilidad humana. La muerte tendría que ser vista como algo absolutamente natural. Cuando se convierte en una tragedia que oscurece el horizonte de nuestra vida es cuando hay que hacerse un planteo filosófico —y religioso— que nos ayude a integrarla como parte de nuestra cotidianeidad. Necesitamos aprender a vivir sin miedo ni angustia.


Una pedagogía de la muerte



Urge que en la familia, en las escuelas, en las universidades y en la cultura se plantee la muerte como un elemento educativo de nuestra existencia humana. Con esto podríamos evitar algunos duelos demasiado largos, dolorosos y vacíos. El estar enganchados a la vida no debería impedirnos reflexionar sobre la muerte y tomar la justa distancia. Nos resistimos a ir soltando esas amarras y caemos en todo tipo de excesos, sin pensar que algún día esas amarras se soltarán porque es ley de vida. No es fácil.

Pero en la medida que uno va avanzando cada vez más va sintiendo el deterioro de su salud y la merma de su vida. El tiempo va surcando nuestro rostro, la movilidad se hace más penosa, los sentidos del oído y la vista se van atenuando. La memoria ya no retiene tanto y nos hacemos más proclives a caer enfermos. Los ánimos y la energía van menguando y cada vez más, con el paso del tiempo, esa velita que arde en nuestro cuerpo inicia su lento apagado. La piel nos indica que cada vez nos acercamos más al final de nuestra meta terrena.

Pero ¿se acaba todo aquí? Para una persona que no posee una visión trascendente de la vida, ciertamente es así, y la perspectiva de la nada puede ser angustiante. Para los que creemos que no todo se acaba con la muerte, sabemos que ella no es el final en sí misma, sino una puerta misteriosa que se abre hacia el más allá. La muerte no es otra cosa que un parto hacia una vida plena. Los cristianos sabemos que la resurrección no sólo es una gran promesa, sino un don sobrenatural que Dios regala a su criatura.

La vida no puede acabar con un abismo sin sentido cuando la intención del Creador es habernos creado para siempre. No tiene sentido que todo se acabe con la muerte.

La muerte no es el fin de nuestra historia, es el principio de otra historia en otra dimensión, desconocida por ahora, pero tan real como la vida física y mortal. Dios no nos puede crear dándonos una fecha de caducidad. Después del invierno, cuando el sol se apaga, la primavera vuelve a despertar la vida. Después de la muerte, todo volverá a recrearse en Dios. Toda la materia quedará resucitada: esta es la intención última del Creador. Somos pequeñas  motitas, pero llenas de vida: por nosotros Dios ha creado todo el universo, que luego pone a nuestros pies. Somos de Dios y vamos hacia él. Este es el sentido último de nuestra vida: reencontrarnos con él. Es entonces cuando la muerte deja de ser una sombra, una ausencia, un dolor sin sentido, un miedo que acecha. Vivir con esta certeza es empezar a vivir abrazando nuestra propia contingencia. Fuimos creados con una intención amorosa y nos vamos con una esperanza amorosa. Nuestro destino final es volver al corazón de Dios.

La muerte ha quedado vencida por el amor infinito de Dios, que quiere hacernos partícipes de su legado inmortal. El duelo sobre los muertos, entendido desde una visión trascendente, es el inicio de una pedagogía que nos ayudará a entender que lo que podría ser una angustiosa tragedia se convierte en una melodía suave, que con su música nos anticipa la alegría de un abrazo para siempre.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Un silencio vibrante

Son las seis de la mañana. El día amanece y el cielo lentamente va clareando. Hay mucha calma. Prácticamente no se oye nada. Quizás a lo lejos el ruido de un motor de coche. La luz de las farolas matiza el color del cielo, haciéndolo más oscuro. Todo está sereno.

El viento es fresquito y apetece la soledad. Esta es una hora muy buena para meditar. Solo en el patio parroquial, bajo la Morera, siento una paz inmensa. El silencio me envuelve y estoy preparado para oír la voz del maestro interior, como decía san Agustín.

Inicio un diálogo conmigo mismo, para terminar callando al cabo de un poco y aprender a escuchar. El alma, allí donde Dios habla, también enmudece. Es entonces cuando el silencio no es sólo ausencia de ruidos externos, sino también de esos ruidos que pueblan la mente, que nos aturden y nos empujan a un ritmo vital frenético.

Muchas veces nos da miedo experimentar la absoluta ausencia de ruido, porque con ella viene la soledad desnuda. El ruido marca nuestra estructura psíquica y nos inquieta. Nos cuesta parar y no hacer nada, no hablar, no mirar. Estamos inmersos en una cultura del ruido y del horror al vacío, y esta cultura nos esclaviza porque con el ruido vamos huyendo para no asumir nuestra pobre y mezquina realidad.

Cuando somos capaces de parar nos damos cuenta de la riqueza que hay en ese castillo interior que nos lleva al máximo deleite de la vida. Por eso me gusta madrugar, porque a esas horas tempranas puedo zambullirme en el misterio y sintonizar con una realidad que va más allá de mí mismo. Es entonces cuando el silencio y la soledad ya no asustan. Es más, se encuentra un placer cuando el silencio se convierte una experiencia vibrante donde todo resuena con mayor intensidad, como si uno mismo fuera una caja de resonancia que amplifica las frecuencias de esa realidad superior que le envuelve. No es un diálogo con la nada ni con la naturaleza, ni siquiera con uno mismo. Es un diálogo personal, aunque no se vea, ni se sienta, ni se toque. La comunicación con Dios va más allá de los sentidos físicos, pero no deja de sentirse de alguna manera que hay una presencia, tan real como el amanecer que contemplan tus ojos o la brisa que acaricia tu mejilla.

El diálogo del alma con Dios no necesita de una experiencia tangible, sino de una total certeza más allá de lo racional. Es un diálogo de alma a alma, donde la comunicación es tan intensa que desaparece toda experiencia sensitiva. Puedes pasar dos horas sin decir nada, pero los oídos del alma se agudizan para aumentar la conexión y dejarte poseer y habitar por Aquel que es el Señor del amanecer, de la vida y de tu existencia. Estás ahí, quieto, no sientes el frío, pero no estás dormido ni anestesiado; sientes que la vida fluye por tus venas con mayor intensidad. No haces nada, sólo escuchas. No ves nada, sólo le percibes a Él. No tocas nada, sólo te dejas tocar por Él. Su amor desbordante te envuelve.

Sientes una felicidad nueva, desconocida. Dios mismo te está hablando desde el más absoluto silencio. Su misteriosa presencia, llena de resonancias, convierte ese silencio en un espacio apasionante que, sin palabras, te lleva a lo más hondo de ti. Es un silencio que te ayuda a descubrir que estás tocando el cielo. Tocas su infinitud como criatura de Dios. Aquí estoy. Mi corazón es tuyo. Tú me permites vivir esta experiencia sublime. Nos abrazamos, y en este abrazo hay un sabor a eternidad.

Han pasado dos horas sin darme cuenta. Para mí ha sido un instante precioso… Por el reloj han pasado ciento ochenta minutos. Sereno, el silencio me ha llevado a saborear este rato de intimidad con Dios. Ha sido un exquisito deleite. Después de la noche oscura, el día se convierte en un regalo de luz y de gozo.