miércoles, 28 de diciembre de 2016

Gritos ante la cruz

Era un domingo por la mañana. Un indigente, extremadamente delgado, con el rostro desencajado, gritaba sin cesar ante el Cristo del vestíbulo de la parroquia. Con la mirada fija en el rostro del crucificado lanzaba improperios con todas sus fuerzas, señalándolo y levantando contra él sus brazos, como si quisiera golpearlo. Apenas se le entendía, hablaba en un áspero portugués, pero sus gritos sonaban como reproches. ¿Lo hacía culpable de su situación… o quizás tan solo quería llamar su atención? ¡Estoy aquí! ¿No me ves?

Me quedé sobrecogido. El hombre se balanceaba continuamente y sus gritos se hacían más fuertes. Intenté persuadirle para que dejara de chillar tanto. Él, furioso, quizás drogado, me rechazó con torpeza. Parecía a punto de caer y, conteniendo el aliento, me acerqué más a él sin atreverme a intervenir, pero alerta para impedir que se cayera y pudiera hacerse daño. Entonces observé sus ojos claros sobre aquella tez oscurecida por la suciedad y la intemperie. Eran azules y brillaba en ellos una lágrima que resbaló por su mejilla.

Recordé, sin querer, aquella antigua película de Marcelino, pan y vino. Aunque la escena era muy distinta, había en ambas algo similar. Un Cristo clavado en la cruz. Allí un niño, aquí un hombre, ambos hablándole como se habla a un hombre vivo y presente.

Sin dejar de mirarlo, el indigente continuó increpando al Cristo, como si le molestara su silencio. Por fin, bajó el tono de voz, dejó de gritar y su mirada se volvió dulce. Algo cambió en su interior: quizás en aquel momento fue consciente de lo que estaba haciendo y, desolado, rompió a llorar con amargura. Ante el crucificado se encogió y sus ojos comenzaron a mirarlo de otra manera, con la piedad con que se mira a un hombre muerto. Sus gestos se hicieron delicados, como si en aquel momento de lucidez sintiera el dolor por aquel que ha sufrido y muerto injustamente, solo en su agonía.

Como Cristo, él también clamaba al Padre. Como Cristo, él también sentía una profunda soledad. La angustia se apoderó de su rostro. Sus gritos no eran de ironía ni de burla. Gritaba ante la cruz porque quizás era el único lugar donde podía gritar, y Cristo la única persona ante quien se atrevía a arrojar su dolor y su desesperación.

Contemplé aquella imagen de otro Cristo, indigente, abandonado, que buscaba ante el crucifijo el alivio y quizás la paz.

Me quedé mudo e inmóvil. Aquella escena dramática se convirtió para mí en el cuadro bellísimo de una profunda oración. El Cristo de la cruz muere en tantas personas que, por razones diferentes, viven en el abismo. Y nosotros, llenos de prejuicios e ignorantes de su situación, nos convertimos sin querer en los irónicos verdugos que se ríen del crucificado.

Ante el indigente y la cruz vi el dolor más lacerante de un hombre como hacía tiempo que no veía. Perdido en lo más hondo de su identidad, cuando se fue calmando ya no decía nada. Ni siquiera gesticulaba. Tan sólo miraba al Cristo con una enorme dulzura, como pidiendo una disculpa silenciosa. Más lágrimas brotaron de sus ojos, como una petición de perdón.

Comprendí que sus gritos, que parecían salir de un corazón duro y desgarrado, eran una súplica de amor, de dignidad, de valor. También Jesús fue tratado como un delincuente, despreciado, rechazado sin ser culpable, y condenado a una muerte terrible en la cruz. Quizás al final, como el buen ladrón, este indigente sintió la necesidad de abrirse a él, ya no con su lengua agresiva, sino con un corazón dócil y sereno.

Estremecido, contemplé aquella oración sin palabras, sincera en su silencio. Jesús se deja gritar por un indigente en su angustiosa soledad. Deja que saque su rabia contenida. Los gritos no son contra él, sino contra la injusticia, contra una sociedad dormida, ajena al sufrimiento, que se refugia en la autocomplacencia sin que le importe la pérdida de la dignidad de aquellos que se ven lanzados al arcén.

Aquella mañana, desde la cruz, y con su paciente dulzura, el Crucificado acogió en sus brazos al hombre maltratado por la vida. Su bálsamo aquietó aquel corazón agitado. Finalmente, el hombre se abrazó a la imagen. Le besó la rodilla y lo volvió a mirar. Después, se fue sereno.

Ahora, cuando paso un tiempo sin encontrarme con él, ya sea pidiendo o gritando en la calle, temo no volver a verlo. ¿Habrá muerto de una sobredosis? ¿Lo habrá agredido alguien y estará enfermo, o recluido en algún centro? Cuando lo vuelvo a ver siento un íntimo alivio. Aquella mañana me enseñó algo muy hermoso. Me hizo ver mejor que nadie la paciencia infinita de Jesús, que desde el instrumento de su martirio sabe acariciar el corazón roto de un hombre sin techo que recurre a él porque es lo único que tiene. Este Jesús que se deja gritar y que perdona. Muchos cristos agonizan cada día en nuestras calles, ante un mundo anestesiado por el consumismo y con el corazón incapaz de penetrar en la realidad y el sufrimiento de los que mueren sin tener nada ni a nadie, solo a un Cristo muerto en la cruz. Estos pobres, en el fondo, poseen la mayor riqueza: mientras que muchos flotan en las burbujas artificiales de una sociedad que va a la deriva, sin rumbo, ellos han sabido poner en Cristo su esperanza. 

domingo, 11 de diciembre de 2016

Morir gritando

La escena era abrumadora. Acostado en la cama del hospital, gritaba con todas sus fuerzas: ¡No quiero morir! La sombra de la muerte le acechaba. Cuanto más se acercaba, su voz desesperada se hacía más fuerte. Los médicos y las enfermeras, desconcertados, intentaban calmarlo, pero cada vez se movía con mayor brusquedad, como si quisiera escapar del mazazo inevitable de la muerte. Cuanto más lo sujetaban, más gritaba y se revolvía: ¡No quiero morir!, repetía insistentemente, sudando y jadeando. Quizás su resistencia acabó de minar sus fuerzas y aceleró el final. Minutos más tarde, moría en una batalla que sólo podía tener un vencedor. Con el rostro desencajado, sin vida, quedó inerte en su lecho, envuelto en el silencio de la derrota.

Pero ¿por qué nos resistimos a la muerte? ¿Por qué tanto sufrimiento? La muerte ha de ser ese amigo invisible con el que tenemos que irnos familiarizando, porque ya al nacer todos tenemos ese «botón de desconexión». En el momento que empezamos a respirar, se inicia la cuenta atrás.

No sabemos cómo viviremos la muerte cuando nos llegue. Pero sí podemos irla situando en nuestra vida. La muerte no es la enemiga sin rostro, es la consecuencia natural de nuestra realidad biológica, a veces acelerada por alguna enfermedad o accidente. Otras veces, viene tras una larga patología que ha ido creciendo silenciosamente en nuestro organismo. La muerte está codificada en nuestros genes. La energía se nos va agotando en un proceso natural hasta que nos abandona del todo.

Yo entiendo que los lazos que se crean entre las personas que se aman son muy fuertes, y es muy doloroso sufrir una pérdida. El sentimiento de vacío después de una existencia llena del amor y la presencia del otro es inmenso. Desde el punto de vista emocional y psicológico la tristeza y el desgarro tienen explicación. El duelo tras la muerte de un ser querido, la necesidad de llorar y estar solo, es absolutamente comprensible y necesario, durante un tiempo. Pero otra cosa es negar la muerte y vivirla como un arrebatamiento injusto de la persona amada.

Cómo aceptar la muerte


Esto debe hablarse entre las parejas, no solo cuando ambos cónyuges son ancianos, sino ya de jóvenes y adultos. En cualquier tipo de relación humana hay que asumir, serenamente, que la muerte llegará un día. Y cuando se acerque, podemos prepararnos para la separación. Hemos de vivir las relaciones humanas desde este realismo existencial: vivir plenamente la existencia y asumir serenamente la ausencia, que no es total ni definitiva, porque el difunto siempre estará en nuestro recuerdo hasta el momento en que volvamos a unirnos con él, iniciando una nueva relación en la que ambos estaremos presentes, para siempre.

¿De qué depende tener esta visión serena de la muerte? De cómo se vive la realidad, aceptándola tal como es, y de cómo se vive la vida. Podemos engancharnos frenéticamente a ella, como una posesión que nos pueden quitar, o podemos vivirla como un regalo que se nos da cada día. Podemos entender la vida desde una perspectiva religiosa o desde una postura puramente material.  

Se nos enseña que hay que «vivir a tope» y los valores de nuestra cultura nos quieren hacer sentir inmortales, como si olvidando la muerte pudiéramos eliminarla. Pocas veces pensamos en la caducidad de nuestra vida. Las películas, la publicidad, la moda, la sociedad del ocio, incluso el mundo de la cultura, ciertas filosofías y espiritualidades, el progreso tecnológico, todo empuja hacia esta búsqueda de la eterna juventud. Movimientos como el transhumanismo pretenden alargar la vida indefinidamente, con medios científicos y médicos. La resistencia enfermiza a envejecer, el consumismo y la opulencia de la comida nos hacen olvidar que somos mortales. Nos alejan de nuestra realidad biológica, emocional y psíquica. Y cuando vemos que la muerte nos acecha, temblamos y enloquecemos. Nos resistimos y gritamos. ¡Habíamos olvidado que tenemos incorporado en nuestro cuerpo el botoncito de la desconexión! Nos aferramos desesperadamente a la vida que se nos escapa, intentando alargar nuestros días, y lo que conseguimos es acortarlos, porque agotamos la poca energía que nos queda.

Es verdad que no es fácil mirar la muerte cara a cara. Pero si vamos hablando de ella, si la vamos conociendo desde una perspectiva trascendente, dejará de ser la temible enemiga. Con el tiempo acabará convirtiéndose en esa «hermana muerte» que, llegado el momento, te cogerá suavemente de la mano para ayudarte a dar un salto cuántico. Pasarás de la vida mortal a la vida eterna, donde la historia tiene su segunda parte, con todos aquellos que has amado y en presencia de Aquel que ha hecho realidad tu hermosa vida y la de los tuyos. El Creador, Dios, vuelve a recuperarte dándote una nueva naturaleza, donde los límites quedarán superados para que nunca jamás vuelvas a morir. Vivirás entonces la vida de Dios, el que te soñó, el que te creó.

Tras la muerte se cumple la intención amorosa de Dios cuando te pensó, que es hacerte eterno en su presencia. Vivida así, la muerte no es una tragedia, es un baile que te desliza hacia un nuevo jardín, el cielo. Así hemos de verla. No es un final, sino el paso hacia un nuevo encuentro, una efusión de abrazos, el inicio de una vida que no se agota, porque hemos soltado las amarras que nos impedían liberarnos para dar el gran salto a la plenitud.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Morir rezando

Impresionaba su total abandono. Yaciendo en su cama, días antes de fallecer, Isidro rezaba sin cesar. Totalmente consciente de que la vela de su existencia se iba apagando, a medida que pasaba el tiempo y se acercaba el final su plegaria se hacía más intensa, como si quisiera apurar el tiempo. En sus últimas horas solo respiraba para rezar. En lo más profundo de su corazón, tenía la total certeza de que las puertas del cielo se abrían dejando entrever otra luz más potente que su propia vida. Sus órganos vitales y su cuerpo poco a poco iban deteniéndose, pero su alma, más activa que nunca, seguía rezando un rosario tras otro. María siempre estuvo presente en su jardín interior.

Murió el día 2 de diciembre a las doce y media de la noche. Murió rezando. Esta forma de morir sólo se entiende cuando Cristo se convierte en el centro de tu vida.

Isidro cultivó su vocación de santificación en el mundo como un crecimiento constante en la fe. Devoto de la Virgen María como corredentora al lado de su Hijo, la Iglesia para él era una familia concreta: la comunidad de su parroquia, donde vivía y practicaba su fe y los sacramentos con profunda sencillez. Ha dejado huella en el corazón de muchos. Si tuviera que definir su espiritualidad diría que profesaba un amor inmenso a Cristo sacramentado. Su presencia real en la eucaristía lo envolvía de tal manera que se podía percibir su total sintonía y comunión con él.

Isidro tenía una enorme facilidad para ponerse en onda con el misterio lleno de amor expuesto en la custodia. Maestro adorador, no sólo asistía, sino que participaba intensamente en la adoración, cruzando su mirada con la de Cristo, sintiendo en su paladar el sabor divino de su presencia. Hombre de profunda piedad, la entendía no sólo como participación en un rito sagrado, sino como un servicio de caridad donde resplandece el brillo de un amor incondicional, como decía san Francisco de Sales.

Isidro sabía vivir su vida litúrgica en comunidad. Celebraba los tiempos fuertes del año con especial fervor: Adviento, la gozosa espera del nacimiento de Jesús; Semana Santa, en la que se sumaba a las procesiones y al Vía Crucis. Vivía estas fechas con unción y una disposición espiritual que le permitían entrar de lleno en el misterio del dolor y la muerte de Jesús. Recuerdo que en los últimos años pedía insistentemente llevar la cruz a lo largo de las estaciones del Vía Crucis. Las fuerzas ya le flaqueaban, pero me explicaba que, siendo joven, cuarenta años atrás, había sido uno de los portadores de una gran imagen de Cristo crucificado. Fuerte físicamente y fuerte en la fe, lo abrazaba con vigor, con la misma unción y respeto de un auténtico cireneo, como si quisiera no sólo aligerar el sufrimiento, sino cargar con todo el peso de la cruz para hacer más llevadero el camino de Cristo hacia el Gólgota. 

Ya con noventa años, su cuerpo débil se aferraba a la cruz, como buscando sostenerse en ella. Cuando otros querían relevarlo, él la sujetaba con fuerza, mostrando una serenidad y una resistencia increíble. Necesitaba sintonizar, entrar de lleno, participar del sufrimiento de Cristo. Era hermoso verlo agarrado al palo de la cruz, como un mástil en el velero de su fe. Desde su sencillez, fue testimonio de una fe vivida hasta las últimas consecuencias. Su coherencia cristiana interpelaba al resto de los adoradores.

Esta mañana, en sábado, un día mariano, se ha celebrado su funeral en medio de su querida comunidad parroquial de San Félix. La eucaristía ha sido celebrada con cuatro sacerdotes, a quienes él tanto apreciaba y por quienes rezaba. Estaba en el ataúd, pero lo he sentido más vivo que nunca. Pasó a la vida de Dios rezando: este es el mejor regalo que ha hecho a la comunidad. Desde el silencio más hondo he sentido en mi corazón que Isidro sigue brillando de otra manera, no como las estrellas del firmamento, sino como esos santos que iluminan la vida de la Iglesia militante que se prepara para participar, con la Iglesia triunfante, en la gran fiesta del cielo.

Hoy tenemos un gran intercesor en el cielo. Ante el trono celestial le he pedido a Isidro, en mis oraciones, que me ayude a hacer posible mi proyecto pastoral en la parroquia. Le he pedido que me ayude a convertir una fe de culto en una comunidad viva, que celebra y vive el amor de Dios, una comunidad que no se quede en el ritual, sino que se adhiera al misterio de Cristo en la Iglesia. Como dice el Concilio Vaticano II, esto supone una conversión y un compromiso.

Muchos participan de los sacramentos como parte de una rutina; Isidro los vivía como encuentros con Cristo vivo. La gracia derramada sobre él era como rocío en los amaneceres de su existencia. En su corazón siempre hubo la esperanza y el deseo de renacer como hombre nuevo que sabe vivir en Cristo, por Cristo y con Cristo.

Con emoción contenida, he querido abrazar el féretro donde yacían sus restos. Hoy despedimos a un laico cristiano, esposo y padre de familia, que nos ha dejado un gran legado espiritual: la vivencia de Cristo como centro y eje de toda su vida.