Era un domingo por la mañana. Un indigente, extremadamente
delgado, con el rostro desencajado, gritaba sin cesar ante el Cristo del vestíbulo
de la parroquia. Con la mirada fija en el rostro del crucificado lanzaba
improperios con todas sus fuerzas, señalándolo y levantando contra él sus
brazos, como si quisiera golpearlo. Apenas se le entendía, hablaba en un áspero
portugués, pero sus gritos sonaban como reproches. ¿Lo hacía culpable de su
situación… o quizás tan solo quería llamar su atención? ¡Estoy aquí! ¿No me
ves?
Me quedé sobrecogido. El hombre se balanceaba continuamente
y sus gritos se hacían más fuertes. Intenté persuadirle para que dejara de
chillar tanto. Él, furioso, quizás drogado, me rechazó con torpeza. Parecía a
punto de caer y, conteniendo el aliento, me acerqué más a él sin atreverme a
intervenir, pero alerta para impedir que se cayera y pudiera hacerse daño. Entonces
observé sus ojos claros sobre aquella tez oscurecida por la suciedad y la intemperie.
Eran azules y brillaba en ellos una lágrima que resbaló por su mejilla.
Recordé, sin querer, aquella antigua película de Marcelino,
pan y vino. Aunque la escena era muy distinta, había en ambas algo similar. Un Cristo
clavado en la cruz. Allí un niño, aquí un hombre, ambos hablándole como se
habla a un hombre vivo y presente.
Sin dejar de mirarlo, el indigente continuó increpando al
Cristo, como si le molestara su silencio. Por fin, bajó el tono de voz, dejó de
gritar y su mirada se volvió dulce. Algo cambió en su interior: quizás en aquel
momento fue consciente de lo que estaba haciendo y, desolado, rompió a llorar
con amargura. Ante el crucificado se encogió y sus ojos comenzaron a mirarlo de
otra manera, con la piedad con que se mira a un hombre muerto. Sus gestos se
hicieron delicados, como si en aquel momento de lucidez sintiera el dolor por aquel
que ha sufrido y muerto injustamente, solo en su agonía.
Como Cristo, él también clamaba al Padre. Como Cristo, él
también sentía una profunda soledad. La angustia se apoderó de su rostro. Sus gritos
no eran de ironía ni de burla. Gritaba ante la cruz porque quizás era el único
lugar donde podía gritar, y Cristo la única persona ante quien se atrevía a
arrojar su dolor y su desesperación.
Contemplé aquella imagen de otro Cristo, indigente,
abandonado, que buscaba ante el crucifijo el alivio y quizás la paz.
Me quedé mudo e inmóvil. Aquella escena dramática se
convirtió para mí en el cuadro bellísimo de una profunda oración. El Cristo de
la cruz muere en tantas personas que, por razones diferentes, viven en el
abismo. Y nosotros, llenos de prejuicios e ignorantes de su situación, nos
convertimos sin querer en los irónicos verdugos que se ríen del crucificado.
Ante el indigente y la cruz vi el dolor más lacerante de un
hombre como hacía tiempo que no veía. Perdido en lo más hondo de su identidad,
cuando se fue calmando ya no decía nada. Ni siquiera gesticulaba. Tan sólo
miraba al Cristo con una enorme dulzura, como pidiendo una disculpa silenciosa.
Más lágrimas brotaron de sus ojos, como una petición de perdón.
Comprendí que sus gritos, que parecían salir de un corazón
duro y desgarrado, eran una súplica de amor, de dignidad, de valor. También Jesús
fue tratado como un delincuente, despreciado, rechazado sin ser culpable, y condenado
a una muerte terrible en la cruz. Quizás al final, como el buen ladrón, este
indigente sintió la necesidad de abrirse a él, ya no con su lengua agresiva,
sino con un corazón dócil y sereno.
Estremecido, contemplé aquella oración sin palabras, sincera
en su silencio. Jesús se deja gritar por un indigente en su angustiosa soledad.
Deja que saque su rabia contenida. Los gritos no son contra él, sino contra la
injusticia, contra una sociedad dormida, ajena al sufrimiento, que se refugia
en la autocomplacencia sin que le importe la pérdida de la dignidad de aquellos
que se ven lanzados al arcén.
Aquella mañana, desde la cruz, y con su paciente dulzura, el
Crucificado acogió en sus brazos al hombre maltratado por la vida. Su bálsamo
aquietó aquel corazón agitado. Finalmente, el hombre se abrazó a la imagen. Le besó
la rodilla y lo volvió a mirar. Después, se fue sereno.
Ahora, cuando paso un tiempo sin encontrarme con él, ya sea
pidiendo o gritando en la calle, temo no volver a verlo. ¿Habrá muerto de una
sobredosis? ¿Lo habrá agredido alguien y estará enfermo, o recluido en algún
centro? Cuando lo vuelvo a ver siento un íntimo alivio. Aquella mañana me enseñó
algo muy hermoso. Me hizo ver mejor que nadie la paciencia infinita de Jesús,
que desde el instrumento de su martirio sabe acariciar el corazón roto de un hombre
sin techo que recurre a él porque es lo único que tiene. Este Jesús que se deja
gritar y que perdona. Muchos cristos agonizan cada día en nuestras calles, ante
un mundo anestesiado por el consumismo y con el corazón incapaz de penetrar en
la realidad y el sufrimiento de los que mueren sin tener nada ni a nadie, solo
a un Cristo muerto en la cruz. Estos pobres, en el fondo, poseen la mayor
riqueza: mientras que muchos flotan en las burbujas artificiales de una sociedad
que va a la deriva, sin rumbo, ellos han sabido poner en Cristo su esperanza.