domingo, 8 de enero de 2017

Saliendo del abismo

Un año después


Era el penúltimo día del año. Las nubes y el sol jugaban en el cielo, como presagiando el inicio de los días más duros del invierno. Un grupo de amigos quedó para vivir el final de año en una jornada de encuentro, denso y profundo.

Un paseo por el Gótico. Una visita a la parroquia de Santa Maria, la catedral de los pescadores, que con su esfuerzo levantaron esa hermosa arquitectura tan llena de detalles simbólicos y bellos. Con mirada de poeta contemplaron las vidrieras, las imágenes, las esculturas, observando con inteligencia y extrayendo el significado de cada una, la trascendencia de la belleza en toda su amplitud creativa.

Después de caminar hasta el mar, decidieron comer en un restaurante llamado Mente Sana. En el contexto de la comida surgieron varios temas interesantes sobre filosofía, cosmovisión de la realidad, espiritualidad, cuestiones más viscerales, la búsqueda del hombre. La conversación se alargó y añadió sazón al menú, variado y sabroso. El lugar era cálido y el ambiente inmejorable. Con el dulce sabor de la amistad, nada presagiaba que una de aquellas personas estaba a punto de pasar por un trago bien amargo de su existencia. Así empezó, hace un año, un desliz hacia el abismo. Un entorno bello, de amigos, una visión apasionante de la realidad, el disfrute de un día maravilloso que acabó siendo el principio de un terrible sufrimiento.

Después de la comida, despedidas, abrazos cálidos, miradas de complicidad y gratitud por aquellos momentos vividos entre amigos. El año nuevo estaba a punto de empezar.

El dolor


Tres horas más tarde, una de ellas empezó a sufrir un gran dolor de estómago, con acidez y una exagerada hinchazón del abdomen. Las molestias se intensificaron con el paso de las horas. Lo que empezó como un día luminoso, entre amigos, terminó en una noche ahogada entre gemidos, con un dolor intenso y casi insoportable.

Ya estaba acostumbrada. Algunas veces había sufrido dolores similares, pero esta vez parecía más grave. Hora tras hora, las molestias no remitían. Su vientre parecía un balón y el dolor no cesaba. Pasó toda la noche y el día siguiente así. En su cara se adivinaba una angustia terrible; incapaz de tragar nada, ni siquiera un fármaco, iba deslizándose hacia el abismo. En la noche del 31 de diciembre fue a un ambulatorio con una amiga. Le dieron unos enemas, pero no mejoró. Aguantó así todo el día 1 hasta que, por fin, al atardecer, unos amigos la llevaron a urgencias del Hospital de Mar.

Después de largas horas de espera por fin la atendieron y comenzaron a hacerle pruebas para ir descubriendo qué sucedía realmente en su sistema digestivo. Le dieron otra lavativa, que no redujo su dolor ni la hinchazón, algunas inyecciones para calmar los espasmos y finalmente un intento de vaciar sus intestinos activando la motilidad interna. La noche avanzaba y, según relata ella, los médicos estaban un poco desorientados pues no respondía al tratamiento, tal como esperaban. Al amanecer decidieron hacerle un escáner para evaluar el estado de su intestino.

Dos días antes, por la mañana, todo era luz en sus ojos. Ahora se sumía en la tiniebla, bajo las luces del hospital donde no hay noche ni día. Había entrado en un territorio de oscuridad e incerteza.

Allí estaba, una persona con una energía vibrante, amante de la vida, soñadora, feliz. La vida le había dado un terrible zarpazo. Pero en su corazón se adivinaba una paz que atraviesa el muro del miedo, una calma desconocida. Sabía que su estado era grave, pero tenía una última certeza que la hacía abandonarse. La lucha interior era feroz, pero ella no se rendía. Su rostro descolorido, pese al dolor, tenía pulsaciones de vida, aún desde el abismo.

El escáner reveló una obstrucción intestinal que le había paralizado un tramo del íleon, de aquí la hinchazón permanente. Los médicos resolvieron operar con urgencia: de no ser así se podría producir una perforación del intestino y una grave infección que podía llevarla a la muerte.

Un parto, un renacer


La operaron el día 2 de enero, a las 2 del mediodía. Ella me contaba que antes de la operación rezaba y cantaba una canción mariana en su corazón. Y que antes de entrar en el quirófano le sobrevino una paz inmensa. A punto de iniciarse la intervención, con el corazón sosegado, lo dejó todo en manos de Dios. Descendió hasta la más profunda oscuridad de su corazón. Antes de la anestesia tuvo una última sensación de bienestar. Y cayó en el letargo más hondo. Ahora le tocaba a la habilidad médica, a los aparatos y a la ciencia luchar por la vida de esta mujer que luchó hasta el final, tocando y atisbando el rostro de la muerte que la acechaba.

Unos cirujanos extraordinarios, con su equipo de enfermeros y anestesistas, se ocuparon de alejar la sombra de la muerte. Pero no solo ellos: sus padres, sus amigos, tanta gente que la quiere y que rezó por ella, todos la acompañaron en su lucha vital y espiritual. Y cómo no, Dios, el autor y el señor de la vida, estuvo con ella.

La operación duró unas cuatro horas. Todo fue extraordinariamente bien. Entre todos vencimos porque todos apostamos por la vida. Después de la operación ella estaba muy risueña, sus ojos brillaban en su cara armoniosa; no parecía que la hubieran operado.

Estaba serena, incluso habladora. Se encontraba bien: salía del abismo y volvía a ascender hacia la luz. Pero no sin pasar 13 días en el hospital. Fue entonces donde pudo hacerse totalmente consciente de lo que le había sucedido. En la operación descubrieron que tenía una brida entre el intestino delgado y el grueso, que le provocaba los problemas digestivos que sufría desde hacía años.

En el hospital pasó una metamorfosis espiritual. Algo cambió para siempre en su corazón. Se enfrentó a un patrón de muerte y sufrimiento para instalarse para siempre en un patrón de vida. Durante aquellos trece días inició un itinerario que la llevaría a cambiar de paradigmas, esquemas mentales, emociones, tendencias y forma de alimentarse. Nació de nuevo, no sólo por haber salido de la operación, sino como quien sale de un parto. Nació de nuevo sin el lastre de tantas autoimposiciones que la habían sometido. El entorno familiar y educativo la había llevado a una autoexigencia demoledora.

Como todo parto, fue bello pero doloroso, porque dejar atrás tantas inercias y tendencias no le sería fácil. La dependencia a la que estaba sometida por la enfermedad y la convalecencia la hizo ver que tenía que empezar a cuidarse más y a dejarse cuidar, con total dignidad, y confiando plenamente en los otros. Entre tubos y sondas, tuvo que admitir su total indigencia física, moral y espiritual, y comprendió que son los demás quienes nos salvan, y no uno mismo. 

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