En el patio, de buena mañana, contemplo las primeras hojas
que empiezan a brotar tímidamente en la morera. Sólo hace un mes la veía
desnuda, con las ramas aparentemente sin vida, sumida en el letargo invernal.
Su frágil desnudez me producía una doble sensación, de ternura al verla tan
desvalida, y a la vez de inquietud. ¿Podrá resistir un invierno más? Pero bajo
su apariencia escuálida hay una vida latente que no muere. Sus ramas secas han
vuelto a estallar con todas sus fuerzas, cubriéndose de verdor. La savia corre
con fuerza bajo la áspera corteza, traspasando la contención propia del tiempo
que le marca su ciclo vital.
La miro y mi mente galopa por el tiempo. Pasan los días, los
meses y los años, a veces rápido, a veces lentamente. Otras veces el tiempo se
desliza a un ritmo en el que puedo contemplar con paz mi pasado, saborear mi
presente y atreverme a soñar en el futuro.
Pero sea cual sea el momento, cuando recuerdo una
experiencia sublime, cuando la vivo ahora o cuando la espero en el futuro, mi
corazón se expande. Siento que late y seguirá latiendo hasta llegar a traspasar
el tiempo físico.
Ese corazón que late no sólo bombea sangre, sino que da
sentido a la vida. Sólo desde él se puede amar, crecer, enamorarse de la
belleza y la vida que hay alrededor. El bombeo del corazón alimenta con el
fluido vital las células del cuerpo y marca también el ritmo de los anhelos,
las esperanzas, el deseo de trascendencia, de amor.
El tiempo es un don que el Creador nos ha dado para el
deleite de nuestra existencia. Con el tiempo que se le ha dado el hombre
florece y hace de su vida un jardín, un espacio sagrado donde habitar con lo
divino.
Contemplando las hojas de la morera, que van creciendo día a
día, me doy cuenta de que el ciclo de los árboles en el bosque siempre se
repite con el paso de las estaciones: del letargo al estallido de vida, es un
ciclo cerrado. Cuando pasamos a los ciclos vitales del ser humano todo cobra
otra dimensión: nacemos y morimos, pero dentro de esta dinámica el hombre nunca
muere del todo cuando envejece o cuando le llega el otoño de la vida.
El otro día estuve con una amiga a quien hace más de veinte
años que no veía. Ella me acompañó en los inicios de mi recorrido vocacional y
sacerdotal. El encuentro fue en el patio, bajo la morera, y estuvo lleno de
alegría: nos une la bella vocación de servir a la Iglesia. Ella es una mujer
madura, espiritual, con una hermosa misión en Chile: ofrecer sorbos de silencio
en una sencilla ermita en medio del desierto de Atacama. Dedica su tiempo para
que muchos otros puedan descubrir el tesoro del tiempo. Se ha convertido en
creadora y maestra de esos espacios vitales que ayudan a descubrir la vocación
más genuina de cada persona: crecer en Dios. Hermosa misión que me recuerda
que, aunque viva en medio del asfalto, mi corazón también es un jardín o un
desierto interior donde puedo descubrir, cada día, el sentido profundo de mi
vocación.
Han pasado veinte años y, aunque su rostro ha envejecido,
sus ojos permanecen jóvenes. Su mirada es la misma y su sonrisa, discreta y
amable, no ha perdido la luz con el paso del tiempo. Es más, su elegancia
espiritual la ha rejuvenecido en su madurez. Su presencia transmite una paz
inmensa, la paz del que ha sabido dar un sí a Dios. Él la llevó al desierto
para hacer de ella una contemplativa fiel y firme en su vocación. Allí ha
echado raíces, porque hasta en los lugares más estériles el silencio se
convierte en arroyo serpenteante que fecunda las arenas más áridas.
Este encuentro bajo la morera vigorizó nuestra amistad. Una
cartujana del desierto bajo la morera reverdecida en la mañana primaveral.
Ambos recordamos el origen de nuestra vocación. Este encuentro me llenó de
gratitud.
El silencio detiene el tiempo y nos permite sentir que
estamos vivos. Necesitamos tiempo de silencio para hacer fecundo nuestro
corazón y, desde nuestra pequeñez, abrazar la inmensidad de nuestro propio
misterio.
Hay un ritmo en la naturaleza, hay un ritmo del alma. El
primero se sucede en ciclos que cabalgan en el tiempo; el segundo salta más
allá del tiempo. Cuando amas y tienes claro tu propósito vital no envejeces,
porque tus células reciben la señal de una vida plena más allá de la muerte. La
vida de Dios traspasa la inmanencia de la vida mortal para empezar a vivir, ya
aquí y ahora, el regalo de la eternidad.
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