sábado, 29 de julio de 2017

Un cántico envolvente

He pasado unos días de descanso en el Molí de Tartareu, en la comarca de la Noguera, en Lérida. Está en medio de un hermoso valle entre robles, encinas y bosque mediterráneo, bañado por el río Farfanya, que atraviesa aquella zona hasta Balaguer. El clima es rabiosamente seco y tórrido en verano, y el sol cae implacable sobre las lomas y las sierras, cubiertas de matorrales, tomillo y romero. En las cimas y laderas el paisaje es árido, pero junto a los ríos y fuentes adquiere un exuberante verdor bajo la sombra de los chopos, que se yerguen a más de treinta metros de altura. Entre la espesura, se oye el rumor del agua fresca y se siente la humedad del aire. Es fascinante contemplar cómo la vida palpita en estos parajes agrestes. Vivir en el campo, además, permite seguir los ritmos del día y sus cambios, desde el amanecer, cuando el sol naciente da fuerza y color al día con sus generosos rayos, hasta el anochecer, cuando la bóveda del cielo se convierte en un lienzo plateado. De noche, en la oscuridad, se puede disfrutar del estallido de miles de estrellas que salpican el cielo. Del frescor de la mañana se pasa al aire caliente del mediodía y a la brisa suave de la noche; la naturaleza se despliega con todo su esplendor invitando a conocerla.

Cada mañana, al amanecer, salgo a pasear. Me despierta el trinar de las golondrinas, que salen de sus nidos para alimentar a sus crías. Una sensación de bienestar me invade mientras camino a primera hora del día por silenciosos senderos. El sol sale como una perla tras los cerros, y poco a poco su luz baña los campos de trigo y centeno, ya segados, que contrastan su color oro con el azul del cielo. Todo despierta y la naturaleza inicia su gran sinfonía y su danza. El arroyo canta, los pájaros trinan y las golondrinas dibujan lazos en el cielo. Las hojas de los árboles dan la bienvenida al primer viento matinal con sus murmullos. No se oye ruido humano ni de máquinas. Tan sólo las voces de la naturaleza, armoniosas, que no estorban el silencio de aquellos parajes.

Me siento como san Francisco, envuelto de belleza, y mi silencio se convierte en otro canto a las criaturas, rebosante de gratitud. Mi corazón canta y me siento uno con la creación.

A lo largo del día camino durante varias horas, hermanándome con la naturaleza, moviéndome con ella, cantando con ella. La naturaleza es un libro que me habla de Dios. Toda ella está llena de su presencia, desde el estallido de color matinal hasta la suave penumbra de la noche, en que los colores desaparecen y se apaga la luz.

Caminando de noche mi retina descansa y los ojos se relajan, pero a la vez se agudiza la visión. Los campos, sin el brillo del día, se perfilan en tonos grises, moteados por las negras siluetas de los árboles, bajo el cielo transparente donde lucen las estrellas. Las montañas se vuelven tímidas sombras en la lejanía y, aunque alguna noche el cielo se ve cubierto de nubes, nunca hay una total oscuridad. La brisa refresca y la temperatura baja a partir de las once de la noche. Después del calor ardiente, el fresquito nocturno invita a acurrucarte en la cama, despidiendo el día. La naturaleza reza conmigo, ella también descansa, aunque los grillos no cesan de cantar y la vida nocturna, de pájaros y animales sigilosos, se despliega en las zonas de arbolado.

Cuando contemplo la naturaleza, que no deja de exhibir su belleza durante todo el día, mi corazón se llena de gratitud y surge un canto. ¡Cuántas poesías se han hecho a la creación! Pero el poeta sólo puede poner la letra; la música la pone el Creador. Atrapado entre tanta belleza que se desparrama, compone los mejores cánticos al Señor de la vida y de todo lo creado. Pienso que quizás un poeta custodiará la creación mejor que un grupo ecologista ideologizado. Sólo se puede amar y cuidar la naturaleza si antes has podido saborear el deleite de un paseo. Disfrutarla, sentirla, sumergirte en ella te hace más cómplice y sensible para el cuidado del medio ambiente.

Hoy, en este rincón de la Noguera, he sentido aquella palabra de Dios cuando crea al hombre. Hoy he podido ver que el hombre está en la cúspide de la creación, y bajo el sol de esa cumbre, puede deleitarse con tanta belleza, cuidarla, custodiarla y amarla. Toda la creación tiene una única razón de ser: ha sido creada por amor a la criatura más excelsa, el hombre. Dios quería el mejor hábitat para el hombre, para su plenitud y su felicidad. Aprendamos a alabar a Dios por tanto derroche de amor.

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