Cordial, amable, servicial. Así la percibí cuando llegué a
mi nueva parroquia de San Félix, hace 7 años. Fiel a su parroquia desde hace
mucho tiempo, siempre mantuvo un trato exquisito con todos. Para ella esta era
su otra gran familia.
Cuando celebrábamos algún acontecimiento parroquial, siempre
estaba dispuesta a ofrecerse. Buena cocinera, cuántas veces nos deleitó con su
deliciosa repostería, que aportaba generosamente en los encuentros que se
organizaban.
Su sonrisa, su mirada limpia y su talante le hacían fácil
conectar con los demás y crear un ambiente agradable a su alrededor, tanto con
su tono amable de voz como con la música del piano. Como organista fue generosa
y entregada, amenizando las liturgias dominicales y las celebraciones, con un
deseo de servir a la comunidad. Hasta en los momentos más difíciles de
convivencia entre grupos y personas siempre se mantuvo prudente y discreta,
facilitando una buena relación entre todos. Sabía estar con elegancia, sin caer
en la hipocresía. No perdió este saber estar ni en los momentos en que su
enfermedad se fue manifestando con leves indicios.
En verano le gustaba ir al mar. Nadaba y se expandía
en el agua. Sentía que el mar la abrazaba y se adentraba lejos de la playa, sin
miedo, dejando mecer su frágil cuerpo y jugando con las olas. Había una enorme
complicidad entre ella y el mar. Esto me hace pensar que siempre fue una gran
luchadora y nada la acobardó.
Cuando era joven fue emprendedora y creativa, capaz de
volcarse en nuevos proyectos. Amaba su trabajo y su vida, sabía vender porque
era una gran comunicadora y creía en lo que hacía. Fue todo un ejemplo de
tenacidad. Nunca se achicó, siempre miraba al frente, sin rendirse ante las
dificultades. Supo dar lo mejor que tenía con el hermoso deseo de servir a los
demás y llevar adelante a su familia.
Enriqueta murió en el ocaso del día 17 de agosto, un día muy
caluroso. Vivió con la máxima intensidad, hasta sacar el mejor jugo a la vida.
Esta tarde, viendo sus restos mortales, me ha impresionado la
delicada sonrisa en su rostro. Parecía seguir viva, con sus manos cruzadas,
vestida como una señora, con el traje rosa que pensaba estrenar para ir a la
boda de su nieta. Pienso que murió como vivió, con exquisita elegancia,
sonriendo. Tal como era ella.
Viéndola en mi mente se amontonaron muchos recuerdos: tanta
generosidad, tanta entrega. Ni siquiera la muerte pudo apagar su luz. En el féretro yacía una anciana bella hasta
en el momento de su adiós definitivo. Su alma ya estaba preparada para la
última aventura: surcar los cielos con elegancia, con delicadeza, para sus
nupcias con Dios en la eternidad, como la esposa que espera el deleite de su
amado.
Emocionado, recé a Dios para que le abriera las puertas del
cielo de par en par. Fui testigo hasta el último momento de su bondad. Siempre
que le daba la eucaristía, en las misas dominicales, ella sonreía con suavidad
y recibía el sacramento con profunda unción.
He sentido mucho su pérdida, como persona y como miembro de
nuestra comunidad. Pero sé que ella formará parte de este grupo de feligreses
que nos han precedido y tengo la total certeza de que, desde el cielo, seguirá velando
por su querida parroquia, a la que tanto tiempo dedicó.
Desde el cielo seguirá sonriendo, ella que descubrió que con
sus labios podía penetrar el corazón de muchos y convertirse en dulce bálsamo
para los que sufrían.
Enriqueta, ayúdanos a descubrir el tesoro de la sonrisa, que
puede cambiar el rumbo de una vida y de una sociedad. Sólo la sonrisa bondadosa
puede disolver el dolor más profundo y convertir un día oscuro en un bello
amanecer; un corazón duro como una piedra en un vergel; una angustia en un gozo
pleno. Enriqueta, enséñanos a sonreír. Gracias por ese leve gesto, que puede
cambiar vidas. Gracias.
Joaquín Iglesias
18 agosto 2017
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