domingo, 20 de agosto de 2017

Sonriendo hacia el cielo

En memoria de Enriqueta Roca, fallecida el 17 de agosto de 2017.

Cordial, amable, servicial. Así la percibí cuando llegué a mi nueva parroquia de San Félix, hace 7 años. Fiel a su parroquia desde hace mucho tiempo, siempre mantuvo un trato exquisito con todos. Para ella esta era su otra gran familia.

Cuando celebrábamos algún acontecimiento parroquial, siempre estaba dispuesta a ofrecerse. Buena cocinera, cuántas veces nos deleitó con su deliciosa repostería, que aportaba generosamente en los encuentros que se organizaban.

Su sonrisa, su mirada limpia y su talante le hacían fácil conectar con los demás y crear un ambiente agradable a su alrededor, tanto con su tono amable de voz como con la música del piano. Como organista fue generosa y entregada, amenizando las liturgias dominicales y las celebraciones, con un deseo de servir a la comunidad. Hasta en los momentos más difíciles de convivencia entre grupos y personas siempre se mantuvo prudente y discreta, facilitando una buena relación entre todos. Sabía estar con elegancia, sin caer en la hipocresía. No perdió este saber estar ni en los momentos en que su enfermedad se fue manifestando con leves indicios.

En verano le gustaba ir al mar. Nadaba y se expandía en el agua. Sentía que el mar la abrazaba y se adentraba lejos de la playa, sin miedo, dejando mecer su frágil cuerpo y jugando con las olas. Había una enorme complicidad entre ella y el mar. Esto me hace pensar que siempre fue una gran luchadora y nada la acobardó.

Cuando era joven fue emprendedora y creativa, capaz de volcarse en nuevos proyectos. Amaba su trabajo y su vida, sabía vender porque era una gran comunicadora y creía en lo que hacía. Fue todo un ejemplo de tenacidad. Nunca se achicó, siempre miraba al frente, sin rendirse ante las dificultades. Supo dar lo mejor que tenía con el hermoso deseo de servir a los demás y llevar adelante a su familia.
Enriqueta murió en el ocaso del día 17 de agosto, un día muy caluroso. Vivió con la máxima intensidad, hasta sacar el mejor jugo a la vida.

Esta tarde, viendo sus restos mortales, me ha impresionado la delicada sonrisa en su rostro. Parecía seguir viva, con sus manos cruzadas, vestida como una señora, con el traje rosa que pensaba estrenar para ir a la boda de su nieta. Pienso que murió como vivió, con exquisita elegancia, sonriendo. Tal como era ella.

Viéndola en mi mente se amontonaron muchos recuerdos: tanta generosidad, tanta entrega. Ni siquiera la muerte pudo apagar su luz.  En el féretro yacía una anciana bella hasta en el momento de su adiós definitivo. Su alma ya estaba preparada para la última aventura: surcar los cielos con elegancia, con delicadeza, para sus nupcias con Dios en la eternidad, como la esposa que espera el deleite de su amado.

Emocionado, recé a Dios para que le abriera las puertas del cielo de par en par. Fui testigo hasta el último momento de su bondad. Siempre que le daba la eucaristía, en las misas dominicales, ella sonreía con suavidad y recibía el sacramento con profunda unción.

He sentido mucho su pérdida, como persona y como miembro de nuestra comunidad. Pero sé que ella formará parte de este grupo de feligreses que nos han precedido y tengo la total certeza de que, desde el cielo, seguirá velando por su querida parroquia, a la que tanto tiempo dedicó.

Desde el cielo seguirá sonriendo, ella que descubrió que con sus labios podía penetrar el corazón de muchos y convertirse en dulce bálsamo para los que sufrían.

Enriqueta, ayúdanos a descubrir el tesoro de la sonrisa, que puede cambiar el rumbo de una vida y de una sociedad. Sólo la sonrisa bondadosa puede disolver el dolor más profundo y convertir un día oscuro en un bello amanecer; un corazón duro como una piedra en un vergel; una angustia en un gozo pleno. Enriqueta, enséñanos a sonreír. Gracias por ese leve gesto, que puede cambiar vidas. Gracias. 

Joaquín Iglesias
18 agosto 2017

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