domingo, 10 de diciembre de 2017

Educar en libertad

La educación es un servicio


Nuestra comprensión de la realidad y de la persona marca un talante a la hora de educar. Esta tarea tan necesaria y tan sumamente delicada ha de suponer una renuncia al poder. Educar implica un profundo respeto a la libertad de la otra persona y evitar todo intento de clonarla o modelarla según nuestras propias ideas.

Educar es una tarea compleja y difícil. De entrada, todos estamos siendo constantemente educados unos por otros, porque la persona no se completa sin un proceso progresivo que la ayuda a crecer y a madurar en su trato con los demás. Hemos de tener en cuenta que podemos estar educando sabiendo que también nosotros necesitamos ser educados y, por tanto, hemos de vigilar de no ponernos en una posición de autosuficiencia ante el educando. Para educar se requiere ser humilde y respetuoso, y es necesario conocer al otro y descubrir sus valores para poder potenciarlos. A veces, cuando se educa, nos fijamos más en las lagunas y en los defectos que en sus talentos y capacidades. No se trata de corregir al otro según mis criterios, sino de hacerlo crecer según sus inquietudes, talentos, experiencias y opciones. Educar es ayudar a sacar de adentro afuera lo que define a cada persona, que nace con el deseo vital de realizarse. Su identidad única e irrepetible la hace ser digna de todo respeto.

Riesgos del que educa


Educar conlleva riesgos, algunos son muy grandes y conviene evitarlos para no caer en lo contrario de lo que significa la educación.

Educar no es manipular, utilizar, doblegar, adoctrinar ideológicamente ni modelar a la otra persona según unas ideas. El concepto educar a veces se puede confundir con ese celo desmesurado por “salvar” al otro, ya que podemos considerar que, según nuestra convicción, está errado o “perdido”. Es muy fácil resbalar por ese sentimiento de exigencia salvífica. Aquí es donde hay que ser muy honesto, porque el que sea diferente o tenga otros códigos para captar la realidad no significa que tengamos que cambiarlo para que vuelva “al redil”, según los paradigmas culturales que se han impuesto en la sociedad y en las familias. Especialmente tienen un mayor riesgo las instituciones en las que ponemos nuestra confianza. De entrada, suponemos que no tienen otra razón de ser que servir a la sociedad. El problema es cuando las instituciones de todo tipo, políticas, sociales, cívicas, deportivas, incluso religiosas, utilizan el instrumento del poder para imponer ideas, criterios y formas de hacer. Para ello pueden valerse de la coacción y el miedo al castigo. Pero hoy, la forma más frecuente de manipulación es el uso de resortes psicológicos y emocionales que manipulan a la persona e influyen en ella de forma inconsciente, condicionando el ejercicio de su libertad.

Cualquier persona que se sienta por encima de los demás, ya sea por su formación intelectual o moral, por su experiencia o por su autoridad; cualquier persona que se convierta en un referente moral, educativo o religioso debe ir con especial cuidado. No puede aprovecharse de su rango y reconocimiento para saltarse una ley básica de la educación: la libertad. Influenciar al otro según nuestra cosmovisión es manipularlo sutilmente y someterlo a nuestro arbitrio. En el fondo, estamos aniquilando su yo más profundo, convirtiéndolo en un sujeto a merced del supuesto educador, que alega que todo lo hace por su bien.

Libertad y bondad, imprescindibles


Bondad y libertad van unidas, igual que la maldad va unida a la esclavitud. El sometimiento y la influencia, por tanto, nunca pueden ser buenos, aunque se disfracen de humanitarismo.

Educar significa sanear nuestros sentimientos e intenciones. Cuando el alumno brilla o destaca por algún motivo, existe otro riesgo, que es la aparición de los celos por parte del maestro. Compararse o sentirse menos que el otro puede disparar un mecanismo de sumisión y manipulación para conservar la superioridad sobre él. De este modo, el enseñante se ve atrapado en un bucle de sentimientos paradójicos: el deseo de servir y el deseo de mantener su estatus superior. Si no lo resuelve, puede proyectar su frustración en el otro e impedirle crecer. Esto suele traducirse en una exigencia rayando la violencia. Cuando el educando propone algo distinto, muestra iniciativa propia o incluso discute al maestro, este puede reaccionar perdiendo su autodominio y llegando a la ira o a la humillación del otro porque no puede controlar la situación.

Para educar tenemos que situarnos entre una exigencia razonable y la ternura; entre la autoridad y la libertad. Es necesario respetar la frontera entre el tú y el yo. Educar no es moldear, como se hace con una obra escultórica; es dejar florecer al otro según su música interior. No podemos interferir ni hacer injerencia en su conciencia. Hay que potenciar su yo más genuino. Educar es mostrar, indicar, señalar, acompañar al otro para que sea lo que quiere ser. Este acompañamiento respetuoso le enseñará a compartir lo que ha aprendido y su riqueza interior con las personas que le rodean: familia, amigos, entorno, sociedad… Porque uno no crece ni se realiza si no es para los demás y con los demás.

Cuántos conflictos se evitarían, cuántos recelos y problemas en las familias, en las escuelas, en las universidades y en las comunidades religiosas y movimientos, si aprendiésemos a aceptar al otro y a alegrarnos por su manera de ser. La educación tiene que partir de aquí: abrazar al otro tal como es y su realidad. Sólo así le ayudaremos a volar hacia el destino que anhela.

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