Hace unos años tuve una relación muy estrecha con Carmela,
una viuda que se dedicaba a recoger trastos por los contenedores y luego los
vendía como podía en mercadillos de segunda mano. Sorprendía verla siempre tan
amable, tan bondadosa y alegre, de modo que me invitaba a entablar conversación
con ella. Era tan detallista que cuando encontraba algo nuevo o de valor, con
lo que hubiera podido sacar más dinero, siempre me lo ofrecía como obsequio.
Había belleza en su corazón y un torrente de bondad en su
mirada. Lo poco que tenía lo sabía dar. Lo que no vendía lo llevaba a su casa,
donde atendía y cuidaba a un hijo aquejado de un trastorno neurológico
incurable, la enfermedad de Huntington. Cuidar de él era su máxima
preocupación. Incluso en invierno y de noche, buscaba y rebuscaba para
encontrar algo que le diera ingresos. Algunas tardes, cansada y con el frío en los
huesos, se refugiaba en la parroquia. Me llamaba a la rectoría, pidiéndome algo
caliente. Yo bajaba y siempre la invitaba a tomar un cafetito y algo más. Ella
comía poco. Siempre pedía un café con leche y tomaba la taza con sus manos
enrojecidas por el frío. A través del vapor del café me miraba con sus pequeños
ojos, vivos y pillos, la respiración entrecortada. Gracias, hijo, me decía. Y
luego me contaba historias de su familia, de su trabajo y sus sufrimientos. Le
costaba irse y siempre se nos hacía tarde, así que al final, muy entrada la
noche, la acompañaba hasta su casa.
Acumuló tantos cacharros que los vecinos la denunciaron y
vinieron varias veces a vaciarle la casa. Tenía el llamado síndrome de
Diógenes: con los objetos llenaba el vacío que se había apoderado de ella, quizás
por eso siempre estaba buscando. Pese a los golpes de la vida, su bondad
natural le dio una fortaleza a prueba del dolor.
Carmela fue una niña maltratada por sus padres y después por
su marido. Con su hijo enfermo, descuidada por el resto de la familia, sobrevivía
en los últimos años de su vida. Pero su mirada no perdió el brillo especial de
los que aman y saben ser generosos. Era una bella pobre, que se mantenía firme
en medio de los vaivenes de la vida y nunca se rindió. Lo poco que sacaba de
sus ventas era un empuje que la alentaba a tirar adelante. El frío, la edad, su
carencia extrema y una escasa y mala alimentación fueron minando su salud.
Contrajo una demencia progresiva que la hacía perderse en el limbo de la
existencia. Pero nunca olvidó mi nombre; no olvidó dónde estaba la parroquia y
a qué puerta podía llamar cada noche.
Yo tampoco olvido a Carmela y la tengo muy presente en mis
oraciones. Ella me enseñó a valorar que, aunque no tengas nada, o tengas muy
poco, siempre puedes compartir algo con los demás. Era como la viuda del
evangelio, que echó su óbolo en el cepillo del templo: “todo cuanto tenía para
vivir”. Muchas veces, cuando descienden las temperaturas en las tardes de invierno,
pienso en ella, en el regalo de su confianza, en su delicadeza y en su cariño.
Se dio ella misma, el valor más grande, un corazón abierto y rasgado porque
supo amar mucho. Esta es su historia: pobre materialmente, pero con un tesoro
espléndido en el alma.