Era una mujer con vigor inagotable, con una salud de hierro,
que esparcía vida por todos sus poros. Servicial y comunicativa, cuando le
preocupaba algún tema se metía a fondo: nunca se rendía. Extrovertida y
conversadora, el mundo se le hacía pequeño. Vivía con intensidad, sin tregua. Hacía
deporte, caminaba, estaba en mil cosas a la vez, apurando las horas y los
minutos. El día se le quedaba corto, quería más y más.
Su inquietud social la llevó a tener una gran sensibilidad
hacia los pobres y los que sufren. Fue voluntaria del comedor social de la
parroquia de San Félix. Su dedicación y su fuerte personalidad hicieron de ella
una coordinadora con criterios y principios robustos.
Así era Susi, expansiva y dinámica, siempre metida en mil
asuntos e intentando ayudar a los demás, aunque no siempre le saliera bien. Era
la mujer incansable, siempre a punto.
Hasta que, unos meses atrás, unos vértigos extraños
empezaron a aquejarla. Los médicos no acertaban a ver qué enfermedad podía
esconderse tras aquellos síntomas. Con el paso de los días, los mareos y un
temblor que parecía inicio de Parkinson se fueron intensificando. Eran señal de
que algo estaba sobreviniendo en su cerebro, pero nadie encontraba la causa.
Aquella Susi, que estallaba en vida, comenzó a declinar. La debilidad
creciente le resultaba incomprensible e injusta, ¿por qué le pasaba todo esto a
ella, tan volcada en ayudar a los demás? ¿Por qué una persona de vitalidad
inagotable cae de esta manera?
Más allá de las preguntas, la enfermedad de Susi me ha
llevado a meditar en la fragilidad del ser humano. Por mucho que uno piense,
luche y haga, sean cuales sean sus motivaciones, hay algo que siempre se nos
escapa. Algo que ni la filosofía ni las ciencias pueden agotar. Es el misterio
imprevisible del ser humano. Hay aspectos de la persona que nunca acabaremos de
entender. Por mucho que viajemos hacia nuestro interior, en nosotros hay zonas
insondables a donde nadie puede llegar. Zonas desconocidas que escapan a la
razón. Ante la impotencia, hemos de aprender a vivir en ese espacio oscuro a
donde no llega la luz y asumir que esta realidad, por muy dura que sea, forma
parte de nuestra naturaleza.
Todo lo que cae fuera del conocimiento nos genera temor. El
miedo a lo desconocido y sus consecuencias nos abruma. La complejidad del
cerebro y de nuestra composición genética es inmensa. Pero, además, en nuestra
vida pesan las emociones, las antecedentes familiares, las consecuencias de
nuestra forma de vivir, rasgos genéticos que no controlamos, efectos tóxicos
del medio ambiente, de los alimentos que tomamos… Cualquier componente químico
puede alterar nuestro cerebro y afectar a nuestra capacidad para movernos,
hablar, ver y sentir. Un virus, una mutación, una serie de factores que se nos
escapan pueden reducir un mar de vida a un pequeño riachuelo que baja, con un
hilo de agua, hacia un abismo perdido entre montañas.
Susi es un eco de lo que fue. La mutación de un gen le
produce una proteína que literalmente le está devorando el encéfalo. Cuando voy
a verla al hospital ella me mira, clavando sus ojos en los míos. Apenas puede
hablar, pero lo intenta. Me estremezco ante su esfuerzo y sólo puedo permanecer
en un profundo silencio, que me sale de lo más hondo. Siento su terrible
vulnerabilidad, quisiera decir algo, pero no encuentro palabras. El silencio se
hace doloroso, se me parte el alma e intento buscar respuestas más allá de la
razón, en la vida, en el misterio… en Dios.
Sólo puedo mirarla con dulzura y agradecer lo que ha hecho
en el comedor social y en la parroquia. Una lágrima baja por sus mejillas. Un
ser se desvanece. Me habla con sus ojos, con sus manos temblorosas, con su
mirada fija. La beso en la frente, sintiendo que la vida todavía corre por sus
venas y que un bucle de pensamientos, emociones y recuerdos pasa por su mente.
Su alma todavía se comunica, de otra manera. Ella sigue siendo ella y yo tengo
que aprender su nuevo lenguaje.
Soy testigo de esa sombra del misterio, del dolor humano.
Salgo del hospital y pienso cuán frágiles somos, como aquellas amapolas de los
campos, llenas de color, que un golpe de aire puede marchitar en un solo día.
¿Por qué tanta belleza efímera? ¿Por qué tanta vida fugaz, pasajera? Sólo Dios
puede descifrar este misterio. A nosotros sólo nos queda contemplarlo, aún en
medio del dolor de ver cómo un ser humano se va apagando. También el enfermo
tiene su belleza, porque es persona, porque sigue viva. Ojalá nunca olvidemos
que, pese a las sombras, sigue habiendo belleza en el mundo.
Rezo por Susi en este peregrinaje que ha iniciado hacia el
infinito.
Padre Joaquín, desde Manresa, María y yo también rezamos por Susi.
ResponderEliminarPadre Joaquín, esta señora, Susi, es la que estuvo en el consejo pastoral? desprendía tanta fuerza, empuje, vida .... que pena siento al ver como se apagan las buenas personas. Será que le toca descansar de tanta actividad? la tendré presente en mis oraciones. Bello homenaje a Susi.
ResponderEliminarQuerido Padre Joaquín:
ResponderEliminar¿Estás hablando de nuestra Susi? ¿La esposa de Ricardo? Si es así, por favor dile que desde Colombia, . Isabel le envía un abrazo cariñoso, que siempre está en mi corazón