Culto a la velocidad
La cultura tecnológica y el progreso son aspectos que pueden
aumentar la calidad de vida. Acceder a lo que uno quiere de manera inmediata a
través de soportes tecnológicos tiene sus ventajas, pero también puede
alejarnos de nuestra auténtica identidad.
Sabemos que los niños, cuando se les malacostumbra y se les
da todo lo que piden, pueden sufrir cambios psicológicos y emocionales
profundos. Se convierten en tiranos; para evitar que se enfaden, muchos padres
acceden a sus peticiones, cada vez más exigentes.
¿Necesitamos todo lo que nos ofrecen los avances
tecnológicos? ¿O nos estamos mal acostumbrando? Ya no pedimos, sino que
exigimos. Compramos compulsivamente y no nos damos cuenta de que el tiempo es
otro producto que se nos está vendiendo como algo propio del progreso: queremos
tener el mejor dispositivo, y el más rápido. Queremos acceder a Internet con la
máxima velocidad. La velocidad ferroviaria es cada vez mayor, así como los
aviones y los motores de los coches. ¿Y si la velocidad está creando nuevas
patologías?
Cuanta más velocidad obtenemos, más queremos. ¿Qué le pasa
al hombre con la velocidad? Si no damos el cauce adecuado a los nuevos
hallazgos científicos podemos llegar a vivir fuera de la realidad, sin
aceptarla tal como es. Cada vez se están haciendo más estudios neurológicos que
apuntan a un estrés mental, provocado por el uso de aparatos, que puede llegar
a ser pandémico.
Recuperar nuestro ritmo vital
El ritmo del ser humano está sujeto al ritmo de la
naturaleza. En ella vemos cadencias armónicas, regulares y pausadas: la noche y
el día, las estaciones… Nuestro propio ritmo biológico: alimentación,
ejercicio, descanso, necesita sus tiempos y no puede precipitarse.
Idolatrar la tecnología nos aleja de nuestro propio yo.
Nuestra estructura psíquica y cerebral requiere de silencio, de meditación, de
tiempo para lo lúdico, para caminar, disfrutar de un entorno apacible, de la
belleza, de la intimidad. Necesitamos tiempo para la ternura y la
contemplación, para el no hacer y, simplemente, vivir.
Por autoexigencia o por compromisos, sociales y laborales, a
veces nos vemos acelerados. La presión y los compromisos nos están robando la
serenidad y la capacidad de admirar de manera espontánea. ¿A cuántos ejecutivos
de empresa les han diagnosticado estrés, depresión o un excesivo cansancio,
llegando al agotamiento ya no sólo físico, sino mental, emocional y energético?
Las personas aquejadas de estrés van perdiendo su rumbo. La velocidad puede
afectar a los circuitos neuronales, creando lagunas, vacíos y ausencias y, poco
a poco, pérdidas de memoria. Cuando la prisa y el aquí y ahora se apoderan de la
mente, pueden tener graves consecuencias, hasta la pérdida de identidad.
El mundo nos lanza al frenesí. Hemos de aprender a vivir en
un mundo donde se cotizan el tiempo y la velocidad y, al mismo tiempo,
compaginarlo con nuestra vida interior.
Ser dueños de la mente
No digo que haya que volver a la prehistoria, pero sí hemos
de saber que la seducción del marketing nos hace idolatrar los avances
científicos y tecnológicos. Que esto no nos haga apearnos de lo que somos en
realidad. Ceder poder a la mente es sumamente peligroso. Respirar, descansar y
hacer ejercicio físico nos puede ayudar a parar la mente. Si decimos que para cuidar
el cerebro hemos de vigilar con la excesiva glucosa, lo mismo con la velocidad
y la hiperactividad. En el caso del hombre, la velocidad se justifica sólo cuando
tiene que correr ante un depredador. En el libro del Eclesiastés, en la Biblia,
leemos que hay un tiempo para todo: un tiempo para construir, un tiempo para
derribar; un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar… un tiempo para
llorar, un tiempo para reír…
No podemos evitar la velocidad que nos ofrece la tecnología,
pero sí podemos ser dueños de ella y hacer un uso correcto.
Del mismo modo, podemos ser señores de nuestra mente y
aprender a vivir a un ritmo más pausado, más consciente, más humano, que nos
permita arraigar en la realidad y, al mismo tiempo, conectar con la
trascendencia que todo lo sostiene.